El oro de junio
Todos contemplamos la normalidad con extrañeza y con el temor de poder volver a perderla si no nos comportamos como debemos
Victoria Carande, poeta extremeña afincada en Luxemburgo, donde trabaja como traductora, tiene por costumbre enviar por correo electrónico todos los viernes un poema a un grupo de conocidos. Normalmente es un soneto, composición poética cuya técnica domina a la perfección, pero a veces es un poema libre. El de hace dos semanas estaba dedicado a un tilo que, al parecer, ha acompañado a la autora en su vagabundeo vital por Europa (“Lo descubrí/ en cuatro hileras, de lado a lado/ del corazón de Europa/ Por allí circulé, joven de nuevo,/ en bicicleta,/ de la vieja Universidad al eterno muro…”) y q...
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Victoria Carande, poeta extremeña afincada en Luxemburgo, donde trabaja como traductora, tiene por costumbre enviar por correo electrónico todos los viernes un poema a un grupo de conocidos. Normalmente es un soneto, composición poética cuya técnica domina a la perfección, pero a veces es un poema libre. El de hace dos semanas estaba dedicado a un tilo que, al parecer, ha acompañado a la autora en su vagabundeo vital por Europa (“Lo descubrí/ en cuatro hileras, de lado a lado/ del corazón de Europa/ Por allí circulé, joven de nuevo,/ en bicicleta,/ de la vieja Universidad al eterno muro…”) y que la vincula no sólo con su juventud nómada y aventurera, sino también con su infancia extremeña. Por eso acaba su poema al tilo diciendo: “De este a oeste,/ de aquel a aquí, lo arrastro como una cadena,/ la más dulce,/ para que me dé sombra/ Y para que su sombra me dé miel/ y su perfume/ me haga añorar desde cualquier lugar del tiempo/ el oro de junio”.
Yo leí ese poema en Extremadura, donde pasé los tres meses de confinamiento obligado por la pandemia, y mientras lo leía veía el oro de junio, ese amarillo primaveral con que pintan las puestas de sol las dehesas y los montes trujillanos en los que pastan vacas y ovejas y que anuncia la llegada de un verano abrasador en el que el pasto seco se aplasta contra la tierra obligando a los rebaños a emigrar hacia el norte o a sestear durante largas horas bajo las encinas. El oro de junio, pues, dura lo que dura el mes y coincide con el final de la primavera. Pero este año, además, la metáfora trascendía a la naturaleza y a la nostalgia de la poeta exiliada para nombrar también otro oro que todos añorábamos desde hacía meses y que era el de una normalidad de la que hablábamos constantemente, pero que nadie sabíamos cómo sería. En cualquier caso, mejor que la excepcionalidad vivida durante 13 semanas interminables en las que descubrimos que no sólo la salud, también la libertad de entrar y salir de casa, de poder ir a trabajar, de ver a la familia o quedar con los amigos, de viajar a donde quisiéramos, era algo extraordinario pese a que hasta ese momento muchos no nos habíamos dado cuenta. Como lo definió en estas páginas el periodista Íñigo Domínguez de forma tan categórica como sencilla en un titular: “Éramos felices y no lo sabíamos”.
La normalidad (el oro) por fin ha vuelto al tiempo que el del paisaje se ha ido con el solsticio y la irrupción del calor y todos la contemplamos con extrañeza y con el temor de poder volver a perderla si no nos comportamos como debemos y como nos aconsejan las autoridades médicas. 13 semanas de reclusión nos han servido para entender que la salud y la libertad son el verdadero oro de nuestra existencia, pero hay a quien todo ello parece que le importa poco porque cree que a él no le afectará, por edad o porque sí, una regresión en el proceso de control del virus. Excitados por la recuperación de la libertad o por la proximidad de las vacaciones, son muchos los que parecen haber olvidado ya lo sucedido hace poco, que ha sido y está siendo lo más grave que la mayoría de todos nosotros hemos vivido a lo largo de nuestra existencia y que podemos volver a vivir por culpa del incivismo de algunos.