Columna

Ofensa y consuelo

¿Y dónde encontramos, entonces, las palabras que sirven para insultar de veras?

El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, durante la sesión de Control al Gobierno celebrada el pasado 17 de junio en el Congreso de los Diputados.Dani Duch / Pool (Europa Press)

El sol, que tenía que ofender, consuela.

Los caminantes ocasionales se han topado con un hombre mayor provisto de una boina que delata su naturaleza rural. El tamaño discreto del adminículo también dice que no es vasco de ciudad, sino castellano. Es muy posible que el hombre no sepa más de cuatro o cinco dichos, casi todos ellos de fácil aplicación. Salvo este, que solo se le puede encasquetar a un forastero cuando el calor del verano tarda en llegar. Pero es mejor usar dichos que refranes que, en ocasiones, pueden ser refutados.

El encuentro de Inocente —que así se llama el per...

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El sol, que tenía que ofender, consuela.

Los caminantes ocasionales se han topado con un hombre mayor provisto de una boina que delata su naturaleza rural. El tamaño discreto del adminículo también dice que no es vasco de ciudad, sino castellano. Es muy posible que el hombre no sepa más de cuatro o cinco dichos, casi todos ellos de fácil aplicación. Salvo este, que solo se le puede encasquetar a un forastero cuando el calor del verano tarda en llegar. Pero es mejor usar dichos que refranes que, en ocasiones, pueden ser refutados.

El encuentro de Inocente —que así se llama el personaje— con los excursionistas, o turistas, o lo que sean, es realmente una ocasión que no se puede desaprovechar. Y la pareja de caminantes le ha venido al pelo. Tienen esa expresión fascinada que les define antes de que las cosas sucedan. Son capitalinos. O sea, gente peligrosa.

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El hombre de la boina es, aunque los caminantes no lo saben, un ocasional ejemplar de lo rural. Es un teórico de la comunicación que durante los fines de semana hace pruebas con humanos. Y la idea da sus frutos. Por ejemplo, con los caminantes con los que se ha encontrado. Cuando llega el tiempo de entre semana, el bronco ambiente de la política le envuelve, y entonces decide montar una experiencia que es ahora cuando tiene que ofrecer algunos resultados. Porque Inocente es cualquier cosa menos un imbécil. Y tiene que corroborar en la práctica las cosas que ve, como la forma en que los madrileños —o sea, todos los que aparecen en el Congreso— se toman los insultos.

Inocente imposta algo la voz y les espeta a la cara a sus dos interlocutores:

—Son ustedes unos miserables asesinos, unos traidores a la patria y unos ladrones.

Como se teme que puede suceder lo peor, Inocente muestra la punta de su cachava mientras habla. Los dos turistas, o lo que sean, ponen la cara que se supone que tiene que poner cualquiera en una situación así, una mezcla de pavor y de aviso de que esto no puede quedar ahí.

Al final, el hombre de los dichos se da la vuelta con alguna certeza que antes no tenía. Por ejemplo, que los que salen en la tele diciendo barbaridades de los demás, no las piensan de verdad. ¿Y dónde encontramos, entonces, las palabras que sirven para insultar de veras?

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