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En tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión
Entre 2013 y 2016, una chica llamada Cassandra Vera escribió en Twitter unos chistes sobre Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura franquista asesinado por ETA, y fue denunciada por la Guardia Civil. Su defensa fue asumida por un abogado de oficio que informó a su clienta, tras declararse admirador de Carrero Blanco, que basaría su estrategia en que los tuits los escribió en un estado de enajenación mental, algo a lo que ayudaría, se entiende, su condición de transexual. Aquello demostraba que, aunque al principio te puedan ocurrir injusticias como a cualquiera sin estar r...
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Entre 2013 y 2016, una chica llamada Cassandra Vera escribió en Twitter unos chistes sobre Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura franquista asesinado por ETA, y fue denunciada por la Guardia Civil. Su defensa fue asumida por un abogado de oficio que informó a su clienta, tras declararse admirador de Carrero Blanco, que basaría su estrategia en que los tuits los escribió en un estado de enajenación mental, algo a lo que ayudaría, se entiende, su condición de transexual. Aquello demostraba que, aunque al principio te puedan ocurrir injusticias como a cualquiera sin estar relacionadas con la minoría a la que perteneces, siempre hay un momento del proceso en que la bolita cae en el número al que nadie quita ojo.
Un nuevo abogado llevó la defensa de Vera. En 2018, después de ser condenada por la Audiencia Nacional a un año de cárcel y siete de inhabilitación, el Tribunal Supremo la absolvió poniendo el listón intratable: si el Tribunal Supremo de España tenía que reunirse por culpa de los chistes de una menor de edad en Twitter, qué nos depararía el futuro. No sólo eso, sino que había algo extraordinario en la absolución, ya que entre los argumentos clamorosos caía esta bolita en el número que todo el mundo esperaba: los chistes eran de “mal gusto”.
El gusto, sobre todo el gusto español (no se sabe ya cuántas veces ha tenido que desmentir Victoria Beckham haber dicho que este país huele a ajo), es uno de los asuntos más importantes de este tiempo que se acaba, dinamitado por el virus. Se asoció, incluso desde las altas magistraturas del Estado, a la libertad de expresión, que es uno de los derechos más necesarios y profundamente desagradables de la democracia. Por eso tantas veces, en tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión. Una especie de visado de buen ciudadano que se ejercita entre locuciones como “cierto es”, “no obstante” o “dicho lo cual”.
Todo esto lleva degenerando años, particularmente en el ámbito de la política (siempre que hay que alabar al adversario, antes hay que hacerse la PCR ideológica mencionando lo lejos que estás de él; los antipodistas: “Estando como estoy en las antípodas del señor Almeida, cierto es que…”). Y, desde ahí, este fenómeno adquiere una fuerza tan extraordinaria que, a veces, esa información que nadie te pide, pero te sientes obligado a facilitar para darte mérito, parece obra de un sociópata, como cuando un culé destaca su barcelonismo (“aunque soy del Barça”) para añadir que siente mucho la muerte de Lorenzo Sanz, como si lo lógico, debido a su condición, hubiera sido matarlo él mismo.
O, en estos últimos días, los comentarios que se han podido leer en redes sociales sobre la muerte de Pau Donés, similares a los que se suelen hacer cuando fallece un artista: expresar tu dolor añadiendo el personalísimo juicio sobre su obra, como si eso fuese imprescindible para que el muerto vaya en paz. Obligados a contarnos si les gusta o no su música, preferentemente si no, para dar el pésame en libertad, quizá esperando un aplauso; por ejemplo: “tiene mucho mérito que, aunque no te gusten sus canciones, estés a favor de que viva”. Lo cual no deja de ser gracioso porque, a fuerza de publicitar nuestros gustos en cualquier contexto, si uno los calla ya se le etiqueta a trazo grueso, con el júbilo habitual de quienes no tienen que confrontar dos ideas, parecido al júbilo de quien las ofrece. Lo importante, como siempre, es no pensar.