Opinión

¡No es un hombre, es un sistema!

Una pandemia se ceba contra la población indígena desde Iquitos a Manaos, mientras el partido de Uribe aprovecha la confusión para legalizar el extractivismo salvaje en la Amazonía colombiana

Una protesta en un funeral de Manaos, en la Amazonía brasileña.RAPHAEL ALVES (EFE)

Hace unas semanas, gracias al encargo de un prólogo para la edición norteamericana de Vintage Classics, volví a leer La vorágine (1924), la gran novela de José Eustasio Rivera sobre la explotación del caucho en la cuenca del Amazonas a comienzos de siglo XX. Resulta al menos curioso que esta novela haya sobrevivido y se siga publicando sin interrupción, pese a haber sido despreciada durante décadas por la crítica y la mala fe de algunos célebres lectores. Carlos Fuentes y Vargas Llosa se ensa...

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Hace unas semanas, gracias al encargo de un prólogo para la edición norteamericana de Vintage Classics, volví a leer La vorágine (1924), la gran novela de José Eustasio Rivera sobre la explotación del caucho en la cuenca del Amazonas a comienzos de siglo XX. Resulta al menos curioso que esta novela haya sobrevivido y se siga publicando sin interrupción, pese a haber sido despreciada durante décadas por la crítica y la mala fe de algunos célebres lectores. Carlos Fuentes y Vargas Llosa se ensañaron contra ella y la mostraron como ejemplo de unas formas narrativas caducas, ligadas a un supuesto provincialismo que el Boom supo utilizar como hombre de paja en su operación mercantil global. Todavía hoy uno debe soportar con paciencia que algunos colegas despotriquen del libro o del tema de la “selva” y “la naturaleza” utilizando los eslóganess que la propaganda del Boom convirtiera en sentido común literario. La estrechez crítica se ha contagiado hasta Wikipedia, que describe la novela de Rivera como obra “costumbrista”.

En los últimos años, sin embargo, han surgido nuevas lecturas de La vorágine, mucho más fieles a su monstruosidad y grandeza, como sucede en Capital Fictions (University of Minessota Press, 2012), el brillante libro donde Ericka Beckmann observa la literatura latinoamericana desde el punto de vista de la historia económica del continente y su relación con el acceso a los mercados internacionales a través de la explotación de distintas mercancías (café, azúcar, oro, caucho, petróleo, coca). La literatura latinoamericana como alegoría y misterio de la extracción de recursos. Hay que reconocer, asimismo, a Sylvia Molloy como una de las pioneras en hallar novedosas claves de lectura que transformarían la conversación sobre el libro. Es Molloy quien percibe antes que nadie la sofisticada superposición de narradores, las máscaras del autor, la letra enferma, el contagio de voces, la enfermedad civilizatoria.

Pero más allá de estos asuntos de legitimación literaria, lo que más me ha llamado la atención en esta relectura de La vorágine es su capacidad de mostrar, no ya el pasado extractivo, sino su terca pervivencia en el presente. La novela, recordémoslo, narra la aventura de Arturo y Alicia, una pareja de enamorados que huyen de las convenciones sociales bogotanas y buscan refugio en las planicies del Casanare y, luego, por una serie de azares y desventuras, en la selva. Para cuando los personajes descubren que se han internado en un auténtico territorio de pesadilla, donde los barones del caucho han montado un aterrador sistema de explotación y vigilancia, ya es demasiado tarde: la selva ha comenzado a digerirlos, con sus fiebres y sus alucinaciones. Los desesperados personajes quieren que el gobierno colombiano sea informado sobre el horror de las caucherías, los castigos atroces, el asesinato de miles de indígenas, los harenes de niñas robadas a sus familias para disfrute de los capataces, pero los funcionarios y la prensa no se cansan de alabar a los empresarios por su labor civilizatoria en territorio de “caníbales”.

Rivera escribió su novela después de un viaje a la región amazónica como miembro de una comisión de delimitación de fronteras. Allí pudo recopilar cientos de testimonios de quienes, hasta hacía poco, habían vivido bajo el yugo de aquellos barones del caucho, el más famoso de los cuáles fue Julio César Arana, amo y señor de un emporio de capital inglés y peruano que amasó una fortuna descomunal gracias a sus métodos basados en la mano de obra esclava y su bárbaro régimen de castigos. La otra piedra angular de los negocios de Arana fue una telaraña de impunidad, tejida con coimas, amenazas y asesinatos. Y quizá todo aquello habría seguido en la sombra de no haber sido por la intervención del diplomático Roger Casement, quien pocos años antes había denunciado al régimen brutal del rey Leopoldo II por sus andanzas en el Congo. Casement, enviado a la Amazonía para investigar los rumores y denuncias que estaban salpicando a los aristocráticos inversores ingleses de la empresa, reunió pruebas suficientes para la celebración de una audiencia ante la Cámara de los Comunes que tuvo lugar en Londres en 1913 y que, de no haber estallado la Primera Guerra Mundial, seguramente habría hallado culpable al señor Arana.

Después de aquel juicio truncado, Arana liquidó su empresa y se pasó el resto de su vida ocupando cargos políticos de cierto relieve, usando todo su poder para lavar su imagen ya deteriorada. Arana, uno de los principales autores de un genocidio indígena para el que no existen cifras exactas ni grandes conmemoraciones, murió en la total impunidad en 1952.

Reflexionando sobre la actualidad colombiana de estas personificaciones del poder, no he podido evitar hacerme algunas preguntas durante mi relectura: ¿no existe acaso una extraña similitud entre la historia de Julio César Arana y la de Álvaro Uribe Vélez, el expresidente de Colombia? ¿No han sido ambos celebrados como paladines de la civilización en su lucha contra la barbarie, a pesar de las denuncias que los asocian con crímenes atroces? ¿No estuvieron sus administraciones envueltas en escándalos que involucraron masacres, ejecuciones extrajudiciales, desplazamiento de poblaciones y apropiación ilegal de territorios enteros? ¿Y por qué los testigos que podrían condenarlos acaban muriendo en extrañas circunstancias? ¿Y no tienen ambos medios de comunicación encargados de velar por su imagen? ¿Y por qué la justicia parece más lenta y torpe cuando se trata de juzgar sus asuntos? ¿Y por qué los periodistas que valientemente denuncian los nexos de ambos con empresas criminales acaban sufriendo persecución, exilio o incluso son asesinados? En suma, ¿es Álvaro Uribe una versión actualizada del patrón de la Casa Arana? ¿No es cierto también que Uribe está utilizando todo su poder, como lo hizo Arana, para imponer una narrativa donde él aparece como salvador de la patria y no como sangriento victimario? Quizá es pronto para saberlo. De momento son solo preguntas.

Curiosamente, en La vorágine, Arana, Funes y los otros barones del caucho son casi presencias fantasmales, emblemas de un poder que de tan supremo se ha desmaterializado. A mí me parece un acierto novelístico y político de primer orden. Al fin y al cabo, estas figuras del poder no son sencillamente individuos malvados, villanos sin más. Son, por el contrario, agentes de primera necesidad para el capitalismo global, pues son capaces de transitar como espectros por varios mundos, del salón de la alta sociedad a la propiedad rural donde rige la ley de la selva, de la bolsa de valores al operativo militar en el corazón de las tinieblas. En un pasaje de la novela, al describir cómo opera uno de estos agentes del capital, un personaje declara: “Y no pienses que al decir Funes he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado del alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico.”

Entretanto, los incendios continúan arrasando los bosques de la región, una pandemia se ceba contra la población indígena desde Iquitos a Manaos, mientras el partido de Uribe aprovecha la confusión para legalizar el extractivismo salvaje en la Amazonía colombiana. Como si siguiéramos atrapados en la pesadilla que Rivera contó magistralmente en 1924.

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