El constitucional alemán y la unidad europea
La reciente sentencia del tribunal de Karlsruhe obliga a repensar el proyecto de la Unión
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán obliga a repensar la UE. Las reacciones de las instituciones europeas han dado cuenta de la gravedad de los problemas que plantea: se cuestiona la superioridad jerárquica del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en lo que se refiere a la interpretación de la legislación europea y pone en peligro las políticas de compras de activos del BCE, no solo las pasadas que son objeto de la sentencia, sino también las futuras, porque se supone que los principios que establece deberán ser aplicados siempre, a riesgo de que una nueva sentencia po...
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La reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán obliga a repensar la UE. Las reacciones de las instituciones europeas han dado cuenta de la gravedad de los problemas que plantea: se cuestiona la superioridad jerárquica del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en lo que se refiere a la interpretación de la legislación europea y pone en peligro las políticas de compras de activos del BCE, no solo las pasadas que son objeto de la sentencia, sino también las futuras, porque se supone que los principios que establece deberán ser aplicados siempre, a riesgo de que una nueva sentencia ponga en cuestión el programa de que se trate o de que el Bundesbank se abstenga de participar.
Pero más allá de estas cuestiones el contexto en el que se dicta la sentencia tiene que ser tenido en cuenta para valorar las dinámicas que se ponen en marcha.
El momento lo conocemos: una crisis sanitaria gravísima que va a tener consecuencias económicas devastadoras.
Es obvio que si desde la UE o desde la zona euro —el BCE— se niegan las posibilidades de financiación que necesitan los Estados más afectados la debacle será histórica.
Por las noticias que vamos recibiendo vemos que la marcha de un posible plan de recuperación europeo no es que tenga una marcha lenta, sino que, si llega, posiblemente será insuficiente, alejado de los 1,5 billones de euros que se han manejado.
La decisión tomada por el Parlamento Europeo la semana pasada es muy contundente y no solo pide una cifra de dos billones de euros, sino que advierte a la Comisión que los fondos se vehiculicen principalmente a través de subvenciones. Pero está resolución no es vinculante y, aunque el Parlamento se haya guardado algunas bazas para forzar a la Comisión, se sabe que esta está muy dividida en función de la nacionalidad de los comisarios.
Cuando se examinan las hipótesis con las que presuntamente trabaja la Comisión, el dinero que eventualmente se ponga a disposición puede ser significativamente menor y el “milagro de los peces y los panes” que se promete no se producirá (como no se produjo con el Plan Juncker en circunstancias más favorables para la inversión privada).
Además, los préstamos que se hagan a los países pueden estar sometidos a condiciones.
Si a todo lo anterior añadimos las trabas a la acción del BCE, que no se tienen que manifestar de inmediato, y la crisis va para largo, nos encontraremos con un aumento de la brecha entre los miembros de la UE.
Esto significa no solo que las poblaciones de los países más afectados sufrirán penurias que otros ciudadanos de la UE no sufrirán, sino también la pérdida de valor de sus activos y la posible desaparición de sus empresas más señeras o su liquidación a precio de saldo. Es decir, los países que reciban ayudas condicionadas o insuficientes se empobrecerán de forma general.
Si no somos ingenuos debemos recordar el caso griego, que supuso fuertes disminuciones de las rentas de las personas (salarios, pensiones...) y privatizaciones a precios muy bajos de infraestructuras que cayeron en manos de capital chino… o alemán. Si en algún momento de delirio se llegó a plantear la venta de la Acrópolis, ¿llegará el momento en que se plantee la de la Alhambra?, o, sin llegar tan lejos, ¿habrá que vender algún puerto?
Ante este tipo de tesituras es lógico plantearse si merece la pena pertenecer a la UE, ya que muchos de sus países miembros no se comportan como socios, sino como acreedores exigentes que se aprovechan de unas condiciones estructurales que les favorecen bordeando en algunos casos la inmoralidad (son paraísos o cuasi paraísos fiscales).
Es poco imaginable que las poblaciones del Sur acepten una situación como la descrita. Pero no nos engañemos, los países del Norte tampoco van a aceptar lo que ellos consideran transferencias injustas. El euroescepticismo anida en las dos partes.
Si las hipótesis que esbozamos se consuman, el único motivo que tendrían los países del Sur para permanecer en la UE sería el miedo a salir del euro, el miedo a las tinieblas que hay fuera. Pero el miedo no crea situaciones confortables, y el sentimiento de ser países vasallos que tienen que pagar un “derecho señorial” en forma de intereses y amortizaciones de deuda se extendería y se convertiría en conflictos sociales y en formas de gobierno que de manera equívoca se denominan “iliberales”.
En todo caso, y a falta de mecanismos realmente solidarios, la carga de la deuda que asumirían los países del Sur sería de tal calibre que arruinaría sus posibilidades de crecimiento.
Vistas así las cosas, conviene retomar el Brexit y preguntarnos por su sentido estratégico más allá de las interpretaciones al uso. El economista Robert Skidelsky escribió en fechas muy próximas al referéndum que la salida del Reino Unido de la UE le permitiría recuperar el papel de árbitro en Europa, el que jugó antes y durante la II Guerra Mundial, si Europa se rompía. ¿Estamos de camino hacia que esa posibilidad se haga realidad?
Juan B. Plaza es analista de economía.