Tribuna

La especie engreída

Vendrán más virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros. Estamos hiperconectados, pero se aplicará la misma estrategia estúpida: problemas de todos, remedios para nosotros

DIEGO MIRDiego Mir

Primero fue la quiebra de Lehman Brothers y la fulminante crisis financiera de la que todavía estamos convaleciendo. Antes, durante y después de ella, hasta ahora mismo, los efectos del cambio climático como una suerte de suicidio in progress en el que parecemos estúpidamente embarcados. Por si fuera poco, contemplamos cotidianamente la tragedia de las migraciones humanas, una tentativa parsimoniosa de genocidio que cometemos en cómodos plazos. Por no mencionar la polución informativa que respiramos a través del imperio incontrolado de las redes sociales y las nuevas tecnologías. Bien p...

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Primero fue la quiebra de Lehman Brothers y la fulminante crisis financiera de la que todavía estamos convaleciendo. Antes, durante y después de ella, hasta ahora mismo, los efectos del cambio climático como una suerte de suicidio in progress en el que parecemos estúpidamente embarcados. Por si fuera poco, contemplamos cotidianamente la tragedia de las migraciones humanas, una tentativa parsimoniosa de genocidio que cometemos en cómodos plazos. Por no mencionar la polución informativa que respiramos a través del imperio incontrolado de las redes sociales y las nuevas tecnologías. Bien pensado, todos estos males eran ya pandémicos, pero ahora ha llegado, para que no necesitemos acudir a las metáforas, una pandemia de verdad, la de la covid-19, y ha puesto brutalmente de manifiesto la naturaleza más decisiva de los problemas actuales de la especie humana. Estamos hiperconectados, hasta físicamente hiperconectados. Los males nos afectan inmediatamente a todos. Somos una sola población frente a ellos, sin fronteras ni compartimentos estancos.

Sin embargo, las armas que estamos disponiendo para enfrentarlos nos siguen viendo como una ciudadanía nacional limitada por rasgos artificiales. Luchamos contra el contagio global mirando solo a los pacientes nacionales. Todavía seguimos anclados en estructuras mentales y políticas que piensan nuestra vida en el seno de entidades territoriales definidas por fronteras, lo que se llama a veces el sesgo interno del mundo internacional. Estamos aún, dígase lo que se diga, en aquella definición de 1758 de los asuntos del derecho internacional: “Affaires des nations et des souverains”. Hasta seguimos alimentando el ingenuo prurito de la soberanía que “no reconoce nada superior”. No es que seamos particularmente necios, aunque a veces lo parezcamos; es que en el fondo no existe otra alternativa. Hemos dejado que la realidad humana crezca y se vaya asentando de esa manera universal sin disponer de ningún mecanismo regulatorio serio para hacer frente a las amenazas que ello lleva consigo. Ahora vemos que no hay nadie al que apelar para que ponga orden en la peripecia de la especie humana.

A pesar de que ya habíamos recibido bastantes toques de atención, el coronavirus nos ha vuelto a coger por sorpresa. Y ya se es muy consciente de que no será la última vez. Vendrán más virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros. Y los remedios que se improvisarán y se pondrán en práctica se diseñarán con la misma estrategia estúpida: problemas de todos, soluciones para nosotros; para evitar la mundialización que tanto contagia lo que hay que hacer es recetar solo para el enfermo nacional. Nuestros pobres líderes, como los demás, mirando siempre por el rabillo del ojo a su propio electorado, a su propio sistema de salud, a su propia fuerza de trabajo, a su propio “tejido” industrial, a su propia nada.

Pero resulta que estamos hiperconectados, y además somos ya demasiados. Vamos camino de los 8.000 millones cuando hace solo 50 años éramos menos de la mitad. Y nos relacionamos incesantemente, hacinados en megalópolis gigantescas, llenas de pobreza, desagregadas, carentes de sanidad y limpieza. Y, claro, nos contagiamos. Como nos contagiamos con aquellos derivados financieros de hace años; como se “contagian” las supuestas identidades culturales de nuestras sociedades; como contagiamos tantas veces con bulos y falsedades los contenidos de nuestra información; como estamos contagiando nuestra atmósfera, y como, nada metafóricamente, nos estamos contagiando con el coronavirus. Y no parecemos tener otra salida que la de reclamar de nuestros Gobiernos “medidas”, sanitarias, financieras, sociales, culturales, industriales. Como si los Gobiernos de nuestros Estados no fueran tan indigentes como los Estados mismos.

El gran avance, al parecer, es plantear el dilema entre una política internacional “multilateral” y una política internacional unilateral, una discusión vieja. Pero todavía tenemos que aguantar a un líder con aires de perdonavidas amenazando con eso de America first y proponiendo una política internacional excluyente y agresiva. ¡Regateando fondos y construyendo muros! ¡Qué tosquedad! O contemplar estupefactos a todo un país serio decidiendo en un referéndum polucionado por los medios que lo mejor es aislarse, caminar solo, abandonar una unión de Estados que es, por muchos traspiés y desvergüenzas que exhiba, el único proyecto viable de salir de la situación de marasmo en que vemos ahora con toda claridad que estábamos.

Porque no, no hemos sido capaces de pensar instituciones supranacionales con un poder normativo decisivo. De hecho, seguimos boicoteando su posibilidad desde nuestros intereses más miserables; por ejemplo, los electorales. Alimentando una y otra vez ese desajuste severo entre los procedimientos democráticos, que se resisten a abandonar las fronteras nacionales, y los problemas con los que se va a enfrentar la especie humana, que ya se las han saltado hace unos cuantos años con tanta facilidad como ahora lo ha hecho el coronavirus. Y lo primero que se nos ocurre cuando de pronto nos vemos ante problemas así, no es hacer algo para romper esa inercia localista, sino empezar a sugerir teorías conspiratorias para transferir la responsabilidad a los demás y persistir en ella: los chinos, la Organización Mundial de la Salud o el Gobierno de turno.

Empiezan a cundir las afirmaciones de ese tipo sin que nadie se pare a pensar que las explicaciones conspiratorias tienen siempre una dimensión que, precisamente ahora, las hace aún más dañinas. Como herederas de la idea ancestral del maligno, tienden a excluir la confianza, fomentar la suspicacia y promocionar actitudes de animadversión. Lo contrario de lo que ahora necesitamos. Porque si perdemos la dimensión de confianza que toda convivencia exige aparecerán las pugnas y discordias estériles; véase, si no, nuestra inmunda política nacional. La sospecha y el rencor hacen imposible que viremos nuestras actitudes hacia esa cooperación intensa que necesitamos cada vez más, dentro también, pero sobre todo fuera de casa. Si empieza a generalizarse la paranoia de la conspiración, esa pauta de recelo que nos lleva a ver todo lo que hacen los demás como un designio malévolo para engañarnos o hacernos daño, los resultados para todos como especie pueden ser catastróficos. ¿Seremos capaces de evitarlo? Deploro decir que los indicios son poco alentadores.

En 1784, reflexionaba así Immanuel Kant, una de las mentes más poderosas de la historia: “No puede uno librarse de cierta indignación al observar la actuación de la humanidad en el escenario del gran teatro del mundo; haciendo balance del conjunto se diría que todo se ha visto urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles; de suerte que, a fin de cuentas, no sabe uno qué idea hacerse sobre tan engreída especie”. Desde entonces a hoy, la humanidad se ha embarcado en multitud de matanzas, locales y generales, prácticas destructivas de su medio vital y locuras infantiles de todo tipo. Y sigue tan engreída. Como nosotros seguimos sin poder librarnos de aquella indignación. Pero ahora están llamando a su puerta avisos que la ponen en cuestión como especie y hacen dudar de su supervivencia misma. ¿Qué le cabe esperar?

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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