Tribuna

‘Exit’ Karlsruhe

La sentencia del tribunal alemán hace urgente enfrentarse a una situación en la que cada Estado de la UE se muestra dispuesto a definir soberanamente la frontera de su espacio de intangibilidad constitucional

Enrique Flores.

De improviso, el 5 de mayo de este 2020 se ha convertido en el segundo día negro del año para el gran proyecto de integración política que es la Unión Europea. Si el pasado 31 de enero la Unión quedaba dolorosamente amputada de uno de sus más emblemáticos Estados miembros, apenas tres meses más tarde, en una situación de intenso abatimiento para Europa, esta misma Unión contemplaba atónita cómo uno de los máximos logros judiciales de la Europa de la posguerra, el tribunal nacional cuya obra más admiración había suscitado a lo largo y ancho del continente, salía de escena dando un violento port...

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De improviso, el 5 de mayo de este 2020 se ha convertido en el segundo día negro del año para el gran proyecto de integración política que es la Unión Europea. Si el pasado 31 de enero la Unión quedaba dolorosamente amputada de uno de sus más emblemáticos Estados miembros, apenas tres meses más tarde, en una situación de intenso abatimiento para Europa, esta misma Unión contemplaba atónita cómo uno de los máximos logros judiciales de la Europa de la posguerra, el tribunal nacional cuya obra más admiración había suscitado a lo largo y ancho del continente, salía de escena dando un violento portazo. Tal es la apreciación que, en sus consecuencias, merece la sentencia pronunciada por el Tribunal Constitucional Federal alemán, simplificadamente el tribunal de Karlsruhe, por la que se declara violado el derecho de sufragio electoral de varios demandantes de amparo como consecuencia de la pasividad del Gobierno y del Parlamento Federales, sumada a la actuación del Bundesbank, ante un presunto exceso competencial grave por parte del Banco Central Europeo (ultra vires), a su vez dejado arbitrariamente sin corregir por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, simplificadamente el tribunal de Luxemburgo, de nuevo él también incurso en ultra vires.

Cabe apostar que el Tribunal Constitucional Federal no compartiría esta lectura reconocidamente radical de la sentencia en cuestión, que, lejos de ello, en modo alguno habría querido efectuar una salida salvaje de la compleja arquitectura judicial de la Unión ni, más allá de ello, del llamado “sistema europeo de jurisdicciones constitucionales”, en formulación, por una amarga ironía, del presidente de dicho tribunal, el muy reconocido catedrático de Derecho Público Andreas Vosskuhle. Por el contrario, Karlsruhe se habría limitado a implementar aquí el procedimiento años atrás diseñado por él mismo con el nombre de control ultra vires (haciendo pareja con un igualmente llamado control de identidad constitucional) para el supuesto de un exceso competencial de la Unión particularmente grave no remediado por el tribunal de Luxemburgo.

A pesar de las escasas fechas transcurridas desde la publicación de la sentencia, es ya mucho lo que se ha dicho sobre el muy peculiar modo como el tribunal alcanza sus conclusiones, tanto sobre el fondo, la actuación del Banco Central Europeo en sus programas de compra de deuda pública de los Estados miembros, como sobre su llamativa valoración del método seguido por el tribunal de Luxemburgo en la fundamentación de su precedente sentencia. Me limito por ello en esta ocasión a un par de consideraciones de orden institucional sobre las consecuencias de la sentencia de Karlsruhe, en concreto sobre la viabilidad futura tanto del “sistema de jurisdicciones constitucionales europeas” como del repetidamente mencionado control ultra vires (en estrecha unión con el llamado control de identidad nacional) en el que el tribunal basa la legitimidad de su actuación.

La noción, y al mismo tiempo la imagen, de un “sistema de jurisdicciones constitucionales europeo” responde a la convicción de hallarnos en presencia de un espacio judicial europeo particularmente complejo en el que tres órdenes jurisdiccionales deben encontrar y ver reconocido su respectivo sitio y su respectivo espacio: el Tribunal de la Unión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el conjunto de los tribunales superiores nacionales, sean éstos formalmente constitucionales o no. Cada una de estas categorías responde a una vocación o, si se quiere, finalidad propia, la cual debe encontrar el respeto de las restantes. Es en este contexto en el que se ha desarrollado el tan traído y llevado diálogo entre tribunales con el que se califica un estado de cosas en el que no se escatiman esfuerzos para escuchar al otro. Precisamente, cinco años atrás, en la precedente y bien conocida sentencia Gauweiler relativa a la misma problemática de fondo, el tribunal de la Unión puso de manifiesto su voluntad de dialogar hasta el final, aceptando el envite del tribunal de Karlsruhe y ello pasando por encima de la oposición de varios Estados miembros que pidieron la inadmisión de aquella cuestión prejudicial argumentando que se estaba haciendo en el caso un uso desviado de este procedimiento. En contraste con aquella actitud, el tribunal nacional ha optado ahora por dar por finalizada cualquier posibilidad de diálogo. Ahora bien, por ser quien es, por haber sido durante décadas un referente para el modelo constitucional europeo, el daño infligido a esta compleja arquitectura judicial por esta desafortunada sentencia es inmenso y, en línea de principio, a su autor le tocaría remediarlo. Por desgracia, eso ya difícilmente está en su mano, de tal modo que correspondería a los restantes componentes del sistema mantener operativa esta estrategia, en particular teniendo en cuenta que, en las presentes circunstancias, no hay alternativa a la misma. Pero a la vez, y por desgracia añadida, el presente episodio está poniendo de manifiesto que las estrategias de diálogo tienen un recorrido limitado.

El tribunal de Karlsruhe considera que ha actuado con arreglo a derecho, a su propio derecho en todo caso, procediendo en los términos de un apropiado mecanismo de control de legalidad, el repetido control ultra vires (y/o de identidad constitucional), diseñado jurisprudencialmente por él mismo 10 años antes. La cuestión, sin embargo, de si un control de esta naturaleza y alcance es compatible con el Derecho de la Unión no parece haberle preocupado sobremanera. Y es que, dicho de forma extraordinariamente sencilla, una cosa es que no sean pocas las supremas instancias judiciales nacionales que han contemplado, en términos que tienen mucho de hipotéticos, la eventualidad extrema de que en Luxemburgo se interprete el Derecho de la Unión con un alcance que pueda resultar pura y simplemente insoportable para lo que podríamos llamar la conciencia de la propia comunidad política, incluido en términos de soberanía (lo que, por ejemplo en Francia, se ha descrito expresiva y lapidariamente como l’essentiel de la République). Y otra cosa muy distinta es que la instancia judicial superior de un Estado miembro, en una reconocible obsesión por el orden, regularice, con su nombre y apellidos, el modus operandi a través del que pasar por encima del principio de primacía del Derecho de la Unión, ciertamente no todos los días, pero sí cada vez que la situación así pueda requerirlo. Es esta, en definitiva, normalización de una hipótesis que sólo es concebible como extrema la que hace sencillamente insoportable el invento.

Algo positivo, dentro de todo lo negativo, habrá de tener esta sentencia y es que hace ya inevitable y urgente enfrentarse a una situación en la que, con mayor o menor grado de urgencia, cada Estado miembro parece mostrarse dispuesto a definir soberanamente la frontera de su propio espacio de intangibilidad constitucional. En particular, si se dejaron pasar los dos aislados precedentes de pronunciamientos ultra vires provenientes de otras jurisdicciones en asuntos de trascendencia limitada, parece llegada ya la hora de ocuparse seriamente de una peligrosa deriva en una cuestión que es simplemente vital para la UE. Sobre esta base será también llegado el momento de que cada orden jurisdiccional ponga su parte en la igualmente necesaria reflexión sobre la gestión de las respectivas responsabilidades jurisdiccionales.

Pedro Cruz Villalón es presidente emérito del Tribunal Constitucional y antiguo abogado general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.


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