Los libros: otras víctimas de la pandemia en México

Es triste comprobar que para el Gobierno actual la política pública respecto de la producción y el comercio de libros es no tener una política pública

Tomás Granados
Salón de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Héctor Guerrero

En plena tormenta es imposible hacer un certero recuento de los daños. El viento agitado, la lluvia que no cesa, la adrenalina que nos permite vencer el miedo y acometer acciones heroicas (o temerarias), la falta de visión: todo contribuye a que cualquier descripción resulte imprecisa, pero no está de más detenerse unos minutos para pensar en lo que convendrá hacer cuando pase la tromba. Es más difícil hacer esto si además confluyen un temblor y un deslave, cataclismos que por separado son peligrosos. Esa sensación justamente es la que se percibe entre quienes nos dedicamos a hacer libros: a l...

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En plena tormenta es imposible hacer un certero recuento de los daños. El viento agitado, la lluvia que no cesa, la adrenalina que nos permite vencer el miedo y acometer acciones heroicas (o temerarias), la falta de visión: todo contribuye a que cualquier descripción resulte imprecisa, pero no está de más detenerse unos minutos para pensar en lo que convendrá hacer cuando pase la tromba. Es más difícil hacer esto si además confluyen un temblor y un deslave, cataclismos que por separado son peligrosos. Esa sensación justamente es la que se percibe entre quienes nos dedicamos a hacer libros: a la pandemia se le sumó el paro económico, la devaluación del peso e incluso algunas sorprendentes medidas del Gobierno.

La veloz irrupción de la covid-19 agudizó las dificultades que siempre ha enfrentado el mundo del libro en nuestro país. A las carencias históricas agregó severas amenazas que podrían dejar consecuencias de largo alcance, como el cierre de puntos de venta y de empresas productoras de contenido, con una pavorosa cauda de damnificados de menor gravedad. Hoy están secas las principales fuentes de ingreso de toda la cadena editorial: librerías, ferias y festivales, compras institucionales. La única rama que se ha visto fortalecida, si bien atiende a un pequeño sector de lectores, es el comercio electrónico, de libros tanto impresos como digitales, sean ebooks o audiolibros. Pero por más que haya datos optimistas sobre el crecimiento de dos y hasta tres dígitos en esta modalidad, la base de la que se partía es tan exigua que la actividad en línea no compensa lo perdido en el mundo de carne y hueso. Ni los lectores ni los vendedores en México han hecho suyo el comercio y el consumo electrónicos, por diversas razones, entre ellas la generalizada (y horrenda) convicción de que la gratuidad es un derecho del internauta.

Es alto el riesgo de erosión de la infraestructura libresca, que ya era escasa y débil. No pocas empresas (editoriales, librerías, distribuidoras…) deberán cerrar sus puertas, carcomidas por el compromiso de mantener sus obligaciones laborales o fiscales, por pagar renta y demás servicios esenciales, arrojando al desempleo a gente capacitada cuyo horizonte profesional no será muy halagüeño. Muchos proveedores de servicios (diseñadores y correctores, expertos en comunicación o en aspectos comerciales), por no hablar del ancho mar de los autores (desde el escritor y el traductor hasta el ilustrador o el fotógrafo), resentirán el cierre de este grifo. Como en cualquier cadena productiva, la afectación se está dando en cascada: una red de librerías que interrumpe sus pagos compromete la operación de las editoriales, que a su vez retrasan las remuneraciones a los autores y a sus proveedores. De ahí que debamos buscar soluciones que reviertan este efecto destructor, es decir, que fortalezcan todos los eslabones de la cadena.

Es triste comprobar, en este tiempo crítico, que para el gobierno actual la política pública respecto de la producción y el comercio de libros es no tener una política pública: no hay compras para bibliotecas (o son insignificantes), no hay programas de coedición (o son aislados, acotadísimos), no hay estrategia de proyección internacional (para exportar ejemplares o vender derechos), no hay medidas fiscales de estímulo (tasa cero para las librerías o pago en especie, a la manera de los artistas plásticos; sólo existe el novedoso EFiLibro, que vio la luz en una pésima coyuntura). Además, en las cadenas estatales de librerías hay compras selectivas (solo de ciertos géneros y ciertas editoriales, con la confianza puesta en entredicho por la oprobiosa quita impuesta el año pasado a muchos acreedores), como si la propia producción estatal bastara para crear una oferta atractiva y plural. Esta ausencia multidimensional ya había debilitado al conjunto de la industria y representa una injustificable renuncia estatal, o peor: es la puesta en práctica de la convicción neoliberal de que el mejor Estado es uno raquítico.

Para redondear las dificultades, la devaluación del peso frente al dólar tendrá repercusiones en distintas facetas de la producción y el comercio del libro. Insumos esenciales, como gran parte del papel que se emplea en México o equipos, provienen del extranjero y se cotizan en dólares. Es más que evidente señalar que las importaciones de libros fabricados fuera de nuestras fronteras se resentirán. Así pues, habrá un efecto inflacionario en la oferta editorial, que será un golpe adicional para los lectores y los puntos de venta. No es mero catastrofismo imaginar que, con menos librerías y editoriales, con ejemplares más caros, la bibliodiversidad sufrirá un retroceso. Ésa es la medida de la conjunción de tormenta, temblor y deslave.

Y aunque los desastres naturales dejan secuelas, de alguna manera la vida logra reponerse. Estamos lejos de contar con un plan de recuperación, pues la magnitud del daño aún es incuantificable y se requiere armonizar muchas voluntades, pero también las soluciones empiezan como embriones. Entre las preocupaciones de editores y libreros está que el público, sacudido en su salud y su economía, vuelva a los espacios de encuentro con la palabra impresa una vez que se vuelva a encender la maquinaria. Para que los lectores reconquisten los puntos de venta, las ferias con su bullicio o las bibliotecas con su proverbial silencio, se requerirán esfuerzos para generar confianza, animar las conversaciones interrumpidas por la pandemia o las que se despertaron en lo más agudo de ésta: charlas, conferencias, firmas de ejemplares, círculos de lecturas, ventas nocturnas pueden devolver a esos espacios el calor que los caracteriza. Sin duda ocurrirá a cuentagotas, para lo cual resulta esencial incluir a las librerías, como ha ocurrido en Alemania, Italia y España, entre los primeros negocios autorizados para reabrir.

Tal vez este sea momento de retomar, con un alcance mayor —quizás asociándola a programas públicos como Jóvenes Construyendo el Futuro, que tiene identificado un sector que, por edad y circunstancias, podría sacarle un enorme provecho—, la idea de crear “cupones culturales” con los que la población pueda adquirir libros, boletos para el teatro o algún concierto, descargas legales de música o películas, lo que sin duda produciría un efecto directo en los beneficiarios y provocaría una reactivación paulatina en los sistemas de distribución cultural.

Para muchos colegas, la salida obvia, casi diríamos natural, es un gran programa de compras para bibliotecas públicas y escolares. La situación actual debería llevar a las autoridades a explorar mecanismos novedosos que arranquen en las librerías (es decir, que no consista en compras directas a las editoriales) y que dé salida a ejemplares ya producidos, no a los hechos bajo pedido, como suele ocurrir con las compras institucionales. Con descuentos sensatos sobre el precio de venta al público, que se transmita proporcionalmente entre los actores involucrados, cada peso puesto en la caja registradora de las librerías se filtraría por todos los filamentos hasta llegar en mayor o menor medida hasta autores, ilustradores, traductores, correctores… Ésa es la clase de efecto multiplicador a lo largo de la cadena al que debemos aspirar hoy.

Pero me temo que no se puede ser muy optimista con las peticiones al Estado, cuyas prioridades están lejos del ámbito cultural. Por ello es imprescindible que los participantes privados en el mundo del libro emprendan acciones en su propia órbita, más allá de apoyos y avales gubernamentales. El repertorio es amplio y en alguna medida se refiere a cuentas que estaban pendientes incluso antes de que el coronavirus emprendiera su periplo desde la lejana China. Urge, por ejemplo, que las partes involucradas renueven su compromiso con el precio único, pues hoy la inexistencia de sanciones a quien ofrece descuentos parece dar la razón a quien exige que se aplique la ley del libro en los anaqueles de mi compadre. ¿Es muy crédulo hacer un llamado a la buena voluntad de las partes involucradas para que todos respeten la ley? También podría explorarse la aplicación de un mismo descuento (o una horqueta de descuentos muy angosta) a los clientes de cada editorial, para ofrecer así un mismo margen a los libreros grandes y chicos, en el entendido de que queremos preservar el conjunto, más allá de la rentabilidad de corto plazo.

Esta revisión autocrítica del funcionamiento del mundo del libro puede hacer realidad ese lugar común que dice que crisis es sinónimo de oportunidad. Hay prácticas que han contribuido a la erosión del tejido librero, por ejemplo la venta directa, tanto la que hacen los editores de libros de texto, que mediante estrategias no siempre honestas colocan sus títulos en las escuelas privadas, como la de los editores que venden en línea su propio material, convirtiéndose en competidores de quienes deberían ser sus aliados. ¿Será tiempo de plantear un armisticio en esta guerra comercial permanente?

Quizá la estructura económica de las mismas empresas deberá cambiar, pues lo somero del mercado mexicano dificulta que una editorial o una librería subsistan vendiendo sólo ejemplares. Abundan los expendios de libros que además ofrecen café, comida, cuadernos, lámparas y cuanto producto parezca afín a la lectura, y cada vez más editoriales experimentan con fórmulas novedosas, como ser una fundación sin fines de lucro o recurrir a la caridad de los lectores —por ejemplo, la audaz iniciativa de Almadía, Sexto Piso y Ediciones Era de solicitar donativos a quienes aprecian su labor—. Pulverizar el financiamiento —eso que en buen español se llama crowdfunding— puede ser viable para algunos proyectos, como lo ha sido el mecenazgo. Pero me temo que ésas son soluciones puntuales, difícilmente expandibles al conjunto de la industria.

Cuando no es elegida, la reclusión parece un castigo y un despilfarro de tiempo y energía. La gente dedicada a los libros puede demostrar que de estas angustiosas semanas saldremos —los que salgamos— dispuestos a reinventar la forma de crear, producir, financiar y comercializar esos objetos que dan sentido a nuestra vida, haya tormentas, temblores o deslaves.

Tomás Granados es el director de la editorial Grano de Sal y miembro del consejo directivo de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem)

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