Socialcomunista
En el barrio de la estupenda librera Lola Larumbe cantan el himno de la Legión; en el de mis padres se oye una cacerola lejana; en el mío, si se oyese una cacerola, puede que quien la tocase acabase dentro
Mi marido y yo salimos a las 20.00 a aplaudir. Es impepinable. En realidad, salimos a las 19.58 porque un vecino mayor tiene ganas de jarana antes de tiempo. Nos dejamos las palmas hasta las 20.03. A veces una vecina nos lanza un grito saharaui que sostiene nuestro aplauso y otros días un chico saca su gaita y toca. Al principio, no lo veíamos porque se escondía entre la maleza de su balcón, pero ya lo tenemos calado. Es un gaitero tímido, no molesta ni hace alardes ni se impone. El cantante de boleros de enfrente de casa de mis padres sí se excede y hace versiones estrambóticas de ...
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Mi marido y yo salimos a las 20.00 a aplaudir. Es impepinable. En realidad, salimos a las 19.58 porque un vecino mayor tiene ganas de jarana antes de tiempo. Nos dejamos las palmas hasta las 20.03. A veces una vecina nos lanza un grito saharaui que sostiene nuestro aplauso y otros días un chico saca su gaita y toca. Al principio, no lo veíamos porque se escondía entre la maleza de su balcón, pero ya lo tenemos calado. Es un gaitero tímido, no molesta ni hace alardes ni se impone. El cantante de boleros de enfrente de casa de mis padres sí se excede y hace versiones estrambóticas de Mi querida España desvirtuando la intención original de nuestra Cecilia. El bolerista ha dejado el canturreo porque sus jefes le han dicho que nada de aplausos a la sanidad para dar más realce a las caceroladas contra Sánchez. En el barrio de la estupenda librera Lola Larumbe cantan el himno de la Legión; en el de mis padres se oye una cacerola lejana; en el mío, si se oyese una cacerola, puede que quien la tocase acabase dentro. Sin acritud.
A veces la gente es más sensata que ciertos poderosos envenenadores que invitan a sus compatriotas a inyectarse hidrogeles, a comprar pistolas para matar zombis y defenderse de los miserables, y a difundir bulos contra un Gobierno socialcomunista, un adjetivo precioso que a veces me gustaría que se hiciese realidad. Socialcomunista, socialcomunista, socialcomunista. Tres veces, como Bitelchús, y, de pronto, un reforzamiento férreo del sistema público y universal de salud, una educación pública y laica basada en la igualdad de oportunidades, un derecho a vivienda y trabajo que no sea promesa de ciencia ficción, una reforma fiscal donde pague más quien más tiene y se cuestione la teoría de goteo económico, calles tomadas por lesboterroristas, partidarias del aborto y la eutanasia, que jueguen en el parque con su prole ya vacunadita contra la covid-19 y otros bichos a los que hay que anticiparse invirtiendo dinero en investigación. Ese socialcomunismo, revisor del impuesto de sucesiones y olé, previsor de las iniquidades derivadas de una infección que vuelve a recordarnos la omnipresencia de la cuestión de clase y que ni siquiera Jorge Manrique atinó con lo del poder igualatorio de la muerte —hay muertes más dignas que otras, y no hablo de que un ataúd sea más o menos refitolero—; ese socialcomunismo podría traernos la alegría y la certeza de que confinamiento y fiebre no se pasan igual en una mansión con piscina y zona chill out, un adosado, una vivienda de 50 metros, un estudio de 10 o no exactamente al aire libre, sino sin techo.
El portavoz del PP en el Congreso está preocupado porque Pablo Iglesias levante el puño sin recordar que, si en este país el puño no se hubiese levantado, algunos seguirían cantando el Cara al sol mientras golpean con un bate a jóvenes melenudos o rajan la cara de Pina López Gay: hoy dan limosna a los pobres para mostrar la blancura publicitaria de su corazón y pronuncian frente al espejo del cuarto de baño oraciones fúnebres por los muertos, cuelgan su dolor en Instagram, mientras atacan a artistas, escoria de este país de vagos, que aspiran a subvencionar su relajación de costumbres y se ríen de todo. Mi marido y yo salimos a aplaudir.