Marcelo Pérez: su vida y legado
El asesinato del sacerdote tzotzil en Chiapas es la aniquilación de un símbolo de paz y esperanza para quienes históricamente han sido víctimas del desamparo, la pobreza y la inseguridad
Recientemente en la Universidad Iberoamericana, el jesuita José Avilés advirtió que “Chiapas vive en un estado de convulsión permanente”. Su aviso cobra trágica vigencia con el asesinato del padre Marcelo Pérez Pérez, ocurrido al terminar la misa dominical que ofreció en el barrio Cuxtitali de San Cristóbal de las Casas.
El crimen contra Marcelo trasciende la pérdida personal. Desde el Levantamiento Zapatista de 1994, pasando por la Masacre de Acteal en 1997, las violaciones a los derechos humanos en Chiapas no han cesado. Su asesinato representa más que la desaparición de un líder espiritual, especialmente querido por las comunidades al ser un sacerdote indígena. Es la aniquilación de un símbolo de paz y esperanza para quienes históricamente han sido víctimas del desamparo, la pobreza y la inseguridad.
Sacerdote tzotzil originario de San Andrés Larráinzar, colaborador cercano de los proyectos sociales y educativos de su Diócesis, el Padre Marcelo dedicó la vida a la promoción de la justicia y los derechos colectivos. Gracias a su desempeño como caminante de la Iglesia Autóctona, se erigió como un defensor de tzotziles, tzeltales, zoques y mestizos.
Conocí personalmente a Marcelo. Aún lo recuerdo caminando incansablemente por las comunidades de Chiapas. Dispensaba oraciones, ungía enfermos, celebraba eucaristías, siempre al servicio de la fe de sus hermanas y hermanos. Mediante peregrinaciones, encuentros de reconciliación y mesas de diálogo, impulsó el entendimiento y el respeto mutuo entre grupos enfrentados, logrando desactivar tensiones que parecían insuperables. Su liderazgo y capacidad de mediación permitieron el regreso de familias desplazadas y la instalación de autoridades que respondían a procesos de elección comunitarios.
Su compromiso no estuvo exento de riesgos. En 2021, tras su labor mediadora, fue criminalizado y se le abrió una carpeta de investigación que incluso se judicializó. Aunque no fue detenido gracias a la defensa de organizaciones como el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, la hostilidad gubernamental dejó en claro que su vida corría peligro.
Por eso su asesinato debe entenderse como parte de un patrón de intimidación contra quienes levantan la voz en defensa de los más vulnerables y del medio ambiente. Las autoridades estatales y federales enfrentan una gran prueba: brindar justicia para el Padre Marcelo y, más importante aún, abordar las raíces de la violencia sistémica que asola a Chiapas. Este no es un problema que se pueda resolver con medidas superficiales; requiere de un compromiso genuino para transformar las estructuras que perpetúan la desigualdad y la injusticia. En este empeño, se debe comenzar por garantizar la seguridad de aquellos a quienes Marcelo buscaba servir. En Chiapas ha habido misioneros, sacerdotes, religiosas y catequistas de la Iglesia Autóctona que han padecido persecuciones similares y, en muchas ocasiones, el mismo destino.
Marcelo es parte de un largo recorrido de compromiso social que se inserta en la memoria colectiva. Él, junto a la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas, a través de la labor de los obispos Samuel Ruiz García, Raúl Vera López, Felipe Arizmendi Esquivel y actualmente Rodrigo Aguilar Martínez, personifican una larga trayectoria de trabajo pastoral bajo las coordenadas de una teología que se ha puesto del lado de los pobres. Todos ellos encarnan en México el mismo esfuerzo que movió a Óscar Arnulfo Romero, Ignacio Ellacuría y tantos otros y otras en América Latina.
El asesinato de Marcelo, como el de los jesuitas Javier y Joaquín en Cerocahui, es parte de un continuo de violencia e impunidad contra los más débiles y necesitados, así como contra quienes los acompañan. En memoria del Padre Marcelo, debemos redoblar nuestros esfuerzos por construir espacios donde todas las personas, sin excepción, puedan vivir en paz y dignidad, con justicia y derechos humanos. Al lamentar el asesinato de este excepcional sacerdote tzotzil, recuerdo las palabras de monseñor Romero: “sin justicia no hay amor verdadero, sin justicia no hay verdadera paz”.