El viaje de un mal hereditario y sin cura de los Pirineos a las montañas de Veracruz
La ataxia espinocerebelosa de tipo 7 es una enfermedad neurodegenerativa que va apagando a quien la sufre. Una comunidad campesina de la sierra mexicana presenta la prevalencia más alta del mundo
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
En Tlaltetela, un pueblito en la región de las montañas altas de Veracruz dedicado al cultivo de caña, café y limón persa, donde parece que la vegetación toca los cielos, muchos de sus habitantes heredan pequeños terrenos para el sembradío y una enfermedad fatal. La que tantas veces ha vaticinado Leticia Melchor. “Persona que te quedas mirando, persona que cae enferma. ¿No serás tú bruja?”, le preguntó un día su esposo cuando ella se paró en mitad de la calle con los ojos fijos en los de un vecino. “Lo que pasa es que ya la reconozco en las miradas, antes de que aparezcan los primeros síntomas. La he tenido demasiado cerquita y ya no me engaña esa maldita”, afirma Melchor sin mencionar su nombre.
La mujer se refiere a la ataxia espinocerebelosa 7, una dolencia neurodegenerativa que ataca al cerebro, paraliza el cuerpo y produce una ceguera fulminante. “Es la peor palabra que pueda existir: dejar de ver y de caminar; la agonía pura. Por su culpa, llevo piñatas a una tumba cuando tendrían que estar colgadas en el patio de nuestra casa”, revela Melchor, que perdió a su hija Yendy, de siete años, dos después de que a su hermana menor se la llevara la misma enfermedad. Ese mal lo padecen también su esposo, su suegra, su cuñado, su sobrino chiquito y quizás su padre, que empieza a mostrar los primeros indicios.
Su familia no está sola. Muchos habitantes de Tlaltetela padecen esa enfermedad. De hecho, se trata del municipio “con la serie de casos más grande en todo el mundo”, según cuenta Jonathan Magaña, biólogo molecular especializado en este trastorno altamente discapacitante. La ataxia afecta al sistema motor y provoca la pérdida de la vista, dificultad para hablar y comer, pérdida de equilibrio y control del cuerpo. Además, puede debilitar los músculos hasta postrar a sus víctimas primero en una silla de ruedas, luego en una cama, hasta que termina por arrancarles el último aliento.
Conocida como SCA7, este tipo de ataxia es una enfermedad rara entre las raras y no tiene cura. “Por eso yo prefiero llamarla huérfana”, asegura el investigador, que llegó al municipio hace más de una década para estudiarla, cuando le contaron que en una comarca marginada enclavada en la cadena de cordilleras que forman la Sierra Madre Oriental veracruzana, a hora y media de Xalapa, “las cifras de afectados eran un escándalo”.
“Parece que aquí decidió asentarse ese mal”, dice Melchor, para referirse al padecimiento que provoca una mutación despiadada en el gen de ataxina 7, el ATXN7. Este cambio en la secuencia de ADN produce una proteína caprichosa que degenera las células del cerebelo y de la mácula, el tejido de la retina sensible a la luz. Y que es de herencia autosómica dominante: sólo se tiene que dar en uno de los cromosomas que componen el par para que se transmita la enfermedad. “Si el progenitor portador tiene un alelo sano y uno mutado, existe el 50% de probabilidad de transmitir la enfermedad”, expone el biólogo. “Es como un volado: la cara tiene la versión sana, la cruz lleva la mutación.Y en esta región de Veracruz las probabilidades de que eso pase son muy altas”, explica.
Al menos 200 afectados en un pueblo de 6.000
Si la incidencia de este trastorno a nivel global es menos de un individuo entre 100.000, en la cabecera de Tlaltetela, que no llega a los 6.000 habitantes, se cuentan más de 200 afectados. “Y sólo representan la punta del iceberg. Los casos reales son bastantes más. Mucha gente no ha presentado todavía síntomas y vive con ella sin saberlo. La gente se muere sin un diagnóstico, pero la pasa a la descendencia”, asegura Magaña.
La primera vez que el científico visitó este pueblo en lo alto de las montañas, al que se llega por una carretera que serpentea los valles verdes y extensas plantaciones de frutas, “la enfermedad era un tabú, nadie quería hablar de ella”, cuenta. Fue Genes Latinoamérica, fundación que desde hace algunos años atiende a los afectados con alimentos, medicinas y tantas otras necesidades que demanda una población olvidada por los gobernantes, hizo posible la vinculación de la comunidad con los médicos. “Después de un tiempo, hemos conseguido acercarnos a las familias y conocer mejor el trastorno”, dice el biólogo.
Vieja conocida en Tlaltetela, la ataxia lleva afectando a sus habitantes desde hace generaciones pero, hasta hace muy poco no se consideraba una enfermedad, sino una maldición. “Mucha gente pensaba que era contagiosa, que podía transmitir por agua contaminada. Sus síntomas también se confundían con la edad, porque empezaba a aparecer en ancianos y no era tan agresiva como ahora”, explica Andrea Moctezuma, antropóloga social especializada en discapacidad y derechos humanos.
“Pero la enfermedad empezó a darse en gente más joven, de 40 años”, explica la investigadora, volcada con la situación que vive la comunidad en la que cada día la mutación se extiende más y se vuelve más agresiva. “La alarma sonó cuando apareció en niños muy pequeños, de 5 apenas años. Y se los lleva rapidísimo”, cuenta.
“Mi hija estaba muerta en vida”
A los tres meses de que muriera su hermana Abril, con 12 años, empezaron los síntomas de Yendy, que tenía entonces 5. “A los dos años y medio se nos fue. Y el mismo día del funeral, le advertí a mi esposo de que en poco tiempo íbamos a enterrar a otro niño”, recuerda Melchor. Aquel día, en el velatorio de su hija, “le noté a mi sobrino Edgar la enfermedad en la miradita”, relata.
Desde entonces, la ataxia del pequeño ha progresado mucho. “Perdió el equilibrio y no puede sostenerse, ya no camina, aunque todavía ve algo”, dice Moi García Prado, el padre, quien atiende una panadería. Él también tiene la enfermedad. Y su madre, y su hermano, que es el esposo de Melchor. “Pero en nosotros, los síntomas avanzan despacito. Entre más grande aparece la enfermedad, más lenta ataca. Al chiquito le va muy rápido”, dice García Prado, sin apartar la mirada de su hijo pequeño de ojos enormes, perdidos en el infinito. “El mayor, de 17, se nos fue a Estados Unidos, parece que él no la heredó”, cuenta el padre con alivio en la voz.
Hasta hace diez años, la ataxia no se manifestaba nunca en la población infantil de Tlaltetela. “Pero, a lo largo de las generaciones, la mutación ha ido presentando cada vez más repeticiones y la enfermedad se ha multiplicado. Cuanto mayor es la mutación, cuantos más trozos defectuosos lleva el gen, la edad de inicio de la enfermedad es más temprana y mucho más agresiva”, explica Magaña.
Melchor muestra un álbum de fotos donde aparece Yendy: la primera es de la niña en su bautizo. En las siguientes, aparece vestida de jarocha, subida a una bicicleta, abrazada a su padre a la salida del kínder; en otra, a carcajadas en una fiesta. “Mira, aquí ya se le nota la enfermedad, ya no alzaba los ojos”, señala la madre. Después, la enfermedad le fue apagando poco a poco: “Primero le costaba brincar, luego se caía a cada rato, a los seis meses se quedó cieguita, dejó de poder comer porque se ahogaba y perdió sus cachetitos”, recuerda.
Nadie mejor que ella conoce las fases de la ataxia, cómo va perfilando los rostros y el cuerpo de los niños hasta hacer que todos se parezcan. “Los ojos se agrandan, la cara se alarga, las mejillas se hunden, la manitas se les quedan rígidas, la miraditas idas”, recita de memoria, sin apartar los ojos de las fotografías, un placebo instantáneo contra el dolor de la ausencia. La niña ya no está, pero su recuerdo permea todo el hogar, uno que vive del pan y del cultivo de limones. En la habitación de los padres todavía sobresalen los peluches de los huacales, de los armarios las cobija rosas, del mismo color que las paredes de la casa y los detalles que decoran el altar con los retratos de la pequeña entre muchos ramos de flores. El estampado de la blusa que viste Melchor también es rosa, porque “ese era el color favorito de la chiquilla”.
Las últimas fotografías de la niña son del último cumpleaños. Aparece en brazos de su madre con un vestido de princesa. “Mi hija estaba muerta en vida y no me di cuenta hasta ver después yo la fotos. Yendy tuvo una terrible agonía de 17 días”, recuerda. “Y se han registrado casos de hasta cuatro meses”, señala Moctezuma. “La SCA7 es horrenda, provoca muchas discapacidades y mucho estigma. Pero, sobre todo, es una enfermedad de pérdidas. Quienes la padecen pierden hasta la identidad”, apunta la antropóloga.
“Esta enfermedad te despoja de todo menos de la lucidez”, asegura Juan Medina, de 56 años. La ataxia se le apareció hace más de 30. En los adultos, el trastorno progresa mucho más lento que en los niños, pero produce un estado de intoxicación que les hace perder el equilibrio, tropezarse de bruces a cada rato. Lo que se conoce como el síndrome del borracho. “Se creen que van alcoholizados y no les dejan subirse al transporte o les prohiben la entrada a lugares públicos. Entonces se aíslan y ya no quieren salir de sus casas”, relata Moctezuma.
“Una vez, me dejaron afuera de la puertita del banco porque pensaban que iba yo tomado. Es que eso mismito siente uno, que se marea”, relata Medina. La enfermedad le llegó con la pérdida del equilibrio. Luego le atacó la vista. “Un ojo todavía funciona, el otro ya casi nada”, dice mientras se desplaza lento por el patio trasero de su casa donde brotan las plantas de café, plátanos y limoneros, también las matas de chile, chayote, los tallos macizos de la caña de azúcar: un pequeño vergel de plantaciones con las mejores del pueblo a las montañas. Pero el hombre, que camina con dificultad entre la maleza, pronto dejará de verlas.
Campesinos que no pueden ganar el sustento
“Los hombres son quienes más resistencia le ponen a la ataxia. Les afecta mucho a la masculinidad porque son proveedores y esta enfermedad hace que haya una reconfiguración económica y familiar. La mayoría de campesinos no pueden ganar el sustento”, aclara la antropóloga Moctezuma. Medina está agradecido porque todavía puede trabajar sus tierras y mantener a su familia. Su hija Elizabeth, de 33 años, ya está completamente ciega y postrada en una silla de ruedas. “Su esposo se deslindó de ella cuando empezaron los primeros síntomas y mi mujer y yo nos la trajimos con los nietos a casa. Las niñas están sanas, sólo el nene parece que heredó la enfermedad”, dice el campesino. En Yosué, de 11 años, la ceguera avanza de forma drástica, y él niño se cae a cada rato. “Eso hace que esté casi siempre de muy mal humor, gritándonos a todos”, cuenta el abuelo.
La forma en la que la ataxia despoja a los enfermos de su cuerpo produce enojo, frustración, depresión, ansiedad, y mucha culpa. “El día que le hicimos el diagnóstico a Yendy, mi esposo también salió enfermo, pero nunca quiso que le dieran el papelito. Se echa la carga porque la mutación viene de él”, cuenta Melchor.
“Es que la culpa que uno arrastra es muy grande. Mi hija y mi nieto están enfermos y se van a morir. Esa responsabilidad está sobre mi tejado”, afirma Medina, mientras amontona los limones más maduros.
El origen de una estirpe mutante
Productores de limones y productores de la semilla del mal, decían hasta hace poco de su familia. “La gente habla mucho y puede ser muy maliciosa. Pero un poco de razón tienen, estamos marcados donde quiera que vayamos. Al final, mi apellido es una condena de muerte”, lamenta el campesino. Al igual que los Medina Melchor, los Rosales o los Prado también tienen la mutación maldita que Magaña y su equipo de genetistas rastrearon para reconstruir la historia de la enfermedad en Tlaltetela, donde los hombres son campesinos o migran a Estados Unidos para buscar trabajo.
“Primero identificamos a las familias y después creamos un árbol genealógico”, cuenta el investigador. Al cabo de ocho generaciones, llegó hasta la primera persona en la región que presentó los síntomas, “hablamos de los inicios de 1800″.
Conocidos los marcadores genéticos asociados a la patología, es decir, los segmentos en el ADN que vinculan una enfermedad hereditaria con el gen responsable, Magaña y su equipo analizaron genotipo por genotipo. En todos los individuos del municipio, aparecía el mismo haplotipo, un conjunto de variaciones presentes en un cromosoma y que tienden a heredarse juntas. “El 100% de los afectados por ataxia mostraba el mismo origen de la mutación. Lo que en genética se conoce como efecto fundador: el mismo ancestro originó todos los casos”, explica el biólogo.
De los Pirineos a la montaña de Veracruz
¿Y cómo apareció la mutación en Tlaltetela?, se preguntó después. Cuando los investigadores trataron de buscar la presencia de estos haplotipos en población mexicana originaria no encontraron nada. “Pero, al hacer match [cruzarlas] con otras a nivel mundial, esas variaciones en el cromosoma nos llevaron hasta una comarca en Europa”, expone.
Los exhaustivos análisis genéticos dirigieron a los investigadores al origen de la mutación: al noroeste de la península ibérica, en los Pirineos, una región entre la frontera del norte de España y sur de Francia, también de montañas muy altas. “La variante genética en el ATXN7 no se originó aquí en México, sino que llegó de un vasco que portaba la mutación, seguramente un cacique que se instaló en la región”, cuenta Lagaña.
Veracruz fue un escenario importante para la migración. “A inicios del siglo XIX llegaron muchas nacionalidades, mercancías, lenguas y prácticas socioculturales. Pero algunos municipios se mantuvieron aislados de la capital y de otras ciudades, ya que no existían rutas de transporte público”, expone la antropóloga.
Tlaltetela que, levantada a 960 metros de altura sobre una barranca vertiginosa con las vistas más impresionantes a una cruzada de valles, condenó a un aislamiento geográfico y social a sus habitantes. “La gente no salía de aquí, se casaba con la gente de su comunidad. Por lo que la endogamia resultó un factor preponderante para que la ataxia se acumulara”, explica Moctezuma. “Aunque tenemos algunos casos de matrimonios consanguinidad, la clave para que la enfermedad se extendiera fue el aislamiento: es el factor que fijó la mutación en esta región”, matiza Magaña.
“Si sé que mi apellido arrastraba tanta desgracia, no me caso”, confiesa Medina mientras observa a su hija en una silla de ruedas. Al lado, su nieto chiquito con los ojos que no miran. “Y está la impotencia porque no se puede hacer nada más que esperarle al tiempo. Esto no se cura”, añade.
Un rayo de luz para la cura
“No hay cura, pero sabemos dónde podría estar”, asegura por su parte Magaña, que lleva años desarrollando una herramienta terapéutica para revertir la enfermedad: una solución para eliminar o evitar la formación de las proteínas mutantes en el cerebro. “Ya existen fármacos para acabar con esos agregados. El problema es que no se ha creado un mecanismo que consiga traspasar la barrera hematoencefálica del cerebro”, cuenta el investigador. Con el fin de evitar infecciones, la membrana que protege este órgano es muy selectiva y no deja que la trasvase casi nada, ni virus, ni bacterias, ni hongos. “Pero tampoco deja pasar los medicamentos”, detalla.
Al tiempo que la pandemia confinaba todavía más en sus casas a los afectados por la ataxia, Magaña comenzó a idear en su laboratorio un acarreador, un vehículo microscópico, para hacer llegar el medicamento al cerebro. “Con nanotecnología desarrollamos un caballito de Troya que engaña a esa barrera tan difícil de traspasar y entrega el fármaco para eliminar las proteínas mutantes”, expone.
La fase inicial del experimento ha sido un éxito: Magaña y su equipo han conseguido crear en laboratorio un modelo experimental que mimetiza lo que ocurre en el cerebro de los pacientes con SCA7. “En células in vitro lo hemos logrado, el paso siguiente es probar los fármacos en ratoncitos. Si sale bien, ya podremos llevar a cabo el estudio clínico en la misma población afectada de Tlaltetela, de la que conocemos el historial”, cuenta el investigador, orgulloso de la llamita de esperanza que supone su avance científico. “Pueden pasar muchos años hasta que el fármaco llegue a la población, pero sabemos que vamos por el buen camino”, manifiesta.
Mientras la revolución tecnológica se incuba en un laboratorio para frenarla, la ataxia tipo 7 no ha sido reconocida en México, donde sólo están registradas una veintena de enfermedades raras. “No existen marcos jurídicos ni protocolos médicos adecuados para la atención de la población con SCA7, lo que ha permitido la falta de apoyo del Gobierno en sus distintos niveles”, denuncia Moctezuma.
Junto a la Fundación Genes, la antropóloga es parte del equipo que acompaña a las familias, tratando de aumentar la calidad de vida de los pacientes, brindando asesoramiento genético y un protocolo de diagnóstico en la comunidad. “Se necesita mucha sensibilización para dar la información correcta. Muchos no quieren saber si están enfermos o no. Decirles que son portadores puede llegar a ser como ponerles un revólver en la mano”, lamenta el biólogo.
“Mis hermanos se niegan al diagnóstico, tampoco quieren traer hijos a este mundo”, confiesa Melchor, a la espera de los resultados de la prueba genética que se realizó hace unas semanas. “Quiero saber las chances que tengo de estar enferma y si puedo volver a ser mamá de un bebé sano. No quiero traer más hijos a sufrir a este mundo. Pero sí saber. ¿A qué le voy a tener temor si ya me arrebataron a mi niña, el amor de mi vida?”, se pregunta la mujer que heredó el apellido de los que cultivan limones y el volado a cara o cruz de una enfermedad letal. Ella es también la que mejor sabe cómo el azar de la genética escribe la suerte o la condena de los habitantes de Tlaltetela, un pueblito marginado en lo alto de las montañas de Veracruz.