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El Estado contra María Guadalupe Martínez, la mujer otomí que se enfrenta a una pena de 50 años de cárcel en el Estado de México

Guadalupe y su familia enfrentan un proceso lleno de irregularidades, sin intérprete de su lengua y acusada de varios delitos, que, aseguran, han sido fabricados

María Guadalupe Martínez (Estado de México, 48 años) tiene en la parte inferior de su pierna izquierda pequeñas marcas moradas y rojas dejadas por el brazalete electrónico atado a su pie con el que vive desde hace más de un año en el municipio de Temoaya, en el Estado de México. A veces, mientras duerme, el aparato le incomoda y ella se rasca fuerte hasta lastimarse. Desde hace nueve años, cuando decidió dejar a su pareja y padre de sus dos hijos, Guadalupe vive una pesadilla tras otra. En 2016, tras sufrir maltrato y violencia, lo dejó e intentó en 2021 obtener una pensión alimenticia para sus hijos. Ella cree que esta fue la razón por la que la actual pareja de su excompañero ha interpuesto varias demandas en su contra por abuso sexual, tentativa de feminicidio e intento de secuestro. Por estas acusaciones se enfrenta a 50 años de cárcel sin que, en el proceso, le hayan aceptado pruebas en su defensa y sin haber tenido un traductor que le ayudara a comprender en su lengua materna lo que le estaba sucediendo.

Martínez afirma que las pruebas en su contra no son contundentes y algunos procesos han sido desechados. A pesar de esto, espera una dura condena que podría ser ratificada en una audiencia que se celebra este jueves 16 de octubre. En un castellano atropellado y con la ayuda de su hermana Cecilia Martínez, Guadalupe responde a las preguntas en la casa de sus padres, donde el dispositivo atado a su pierna le permite moverse solo en un rango de 500 metros.

“Nosotros estamos luchando contra el Estado, ya no contra la presunta víctima, sino contra el Estado, que debe de responder por todo estos fallos que han hecho con María Guadalupe”, dice Cecilia Martínez, sentada al lado de su hermana en su hogar de Temoaya, a 80 kilómetros de Ciudad de México. En esa casa, rodeada de campos de maíz y de flores, es donde su familia ha vivido desde hace casi cinco décadas y donde ahora Guadalupe y sus hijos esperan a que alguien revise el caso a fondo y puedan ver las inconsistencias y derechos supuestamente violentados.

Lupita, como se refieren a ella sus familiares y allegados, luce un ánimo fuerte y tranquilo, pero a ratos, cuando recuerda algunos de los momentos en su largo proceso judicial, la voz se le corta y hace un esfuerzo por no llorar. “A veces creo que nos condenan a las mujeres como yo, indígenas, por delitos que no hemos cometido. [Quisiera] que la justicia viera que no porque digan que cometimos un delito ya somos culpables, sino que ellos deben de investigar y hacer bien su trabajo y no nos vean como delincuentes, secuestradoras, asesinas, porque yo digo que hasta que no hagan su investigación bien se descubre si alguien es inocente o culpable”, dice.

“Mi hermana fue una madre vulnerable por haber exigido un derecho para sus hijos y que, en lugar de que el Estado la protegiera, la está reprimiendo”, dice Cecilia sobre la demanda por pensión alimenticia que su hermana interpuso en noviembre de 2021 y que ya no pudo proceder ante la avalancha de nuevos procesos que Guadalupe encaró.

La pareja de su excompañero la denunció en 2022 por presunto abuso sexual en su contra. La carpeta se convirtió en una demanda de lesiones, por la que la víctima, a través de un funcionario del Ministerio Público de Toluca, la capital del Estado de México, pidió a Guadalupe una reparación del daño de entre 30.000 y 40.000 pesos. “¿Y yo por qué le voy a dar algo a la señora si ni siquiera la conozco?”, recuerda haber respondido.

Los procesos se acumularon y llegaron otras demandas en su contra: la tentativa de feminicidio y otra más por secuestro. Las denuncias —siempre interpuestas por la misma mujer y elaboradas por el mismo Ministerio Público— las pruebas de inocencia presentadas por la defensa de Guadalupe han sido desechadas.

La familia de Martínez cree que los argumentos de la denunciante carecen de sustento, ya que las fechas de los señalamientos no cuadran y que, incluso, las heridas presentadas como pruebas son visiblemente autoinfligidas (como comprobó un perito). Por ello llaman a que se haga una investigación justa para que Guadalupe y ellos recuperen la tranquilidad. “Los niños se nos ha puesto enfermos, uno y después el otro, hemos pasado momentos muy difíciles”, dicen los abuelos de los menores.

Durante cuatro años de proceso judicial, Guadalupe no ha recibido intérpretes de otomí para explicar en su lengua materna cada proceso que se le imputa. Tampoco ha sido juzgada con perspectiva de género y mucho menos con visión intercultural, algo que permitiría ahondar todavía más en su contexto como mujer indígena integrante de una comunidad otomí que, además, la respalda desde que comenzaron a asediarla judicialmente.

Durante estos cuatro años de proceso judicial —casi dos años de esos, en prisión— su expareja y padre de los dos menores, con el que mantuvo un matrimonio de casi 12 años, no ha aportado dinero para la manutención de sus hijos, y ha desistido de tener su guardia y custodia. De los dos niños se encargan sus abuelos y sus tíos, mientras que Guadalupe, que trabajaba como empleada doméstica para sostener a su familia, se encuentra hoy recluida sin poderse moverse más a allá de lo que el brazalete le permite.

La detención irregular de Guadalupe

La mañana del 4 de julio del 2022, Guadalupe fue detenida por varias personas afuera de su casa. Un coche se había estacionado y la esperó a que saliera para poder interceptarla. Ella recuerda cómo dos hombres y una mujer la comenzaron a jalar y a empujar y cómo la metieron al coche sin decirle la razón por la que se la estaban llevando. “Me jalan y me meten y yo les pregunto por qué me están jalando y ellos me contestan: ‘Pues sabes bien las pendejadas que hiciste’. ¿Y qué pendejadas hice?, pregunté, ‘Pues tú sabes qué pendejadas hiciste”, recuerda.

A los pocos minutos se la llevaron directamente a la Fiscalía de la Mujer, en Toluca y, casi enseguida, esa misma mañana, al penal de El Altiplano, en el municipio de Almoloya de Juárez, a unos 20 kilómetros de distancia. En ningún momento le dijeron a ella o a su familia de qué delito la estaban acusando. Una vez dentro, Guadalupe recuerda las otras mujeres con las que compartió celda y cómo cada una relataba la razón por la que había dado ahí. Cuando le preguntaron a ella, solo respondió: “no sé, no me dijeron”.

Dos días después, a Guadalupe le dijeron que saldría por fin a su audiencia. “Yo ni siquiera sabía lo que era eso, lo que significaba una audiencia”, recuerda. Ahí le leyeron todo lo que la víctima le había acusado. Después de relatar una vez más lo que han sido estos años para ella, asegura que solamente quiere recuperar su vida: “Yo le diría a esa mujer que diga la verdad. Yo nunca la conocí, nunca tuve un enfrentamiento con ella, no sé qué es lo que quiere. Le diría que ya me dejara vivir en paz y que ella viva su vida”, concluye.

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