El efecto mariposa del fentanilo: la agonía de los campesinos de la amapola en Guerrero
El fotógrafo César Rodríguez retrata en ‘Montaña roja’ cómo el auge del consumo del opioide en Estados Unidos ha empobrecido —aún más—a las comunidades mexicanas que sobrevivían de cultivar la planta de la que procede la heroína
Este es un relato de globalización, capitalismo y drogas, pero también de manos corroídas por el trabajo en el campo, cosechas perdidas y comunidades que agonizan: una historia que puede rastrearse desde los campesinos que cultivan la amapola en las aisladas montañas de Guerrero, México, hasta los adictos al fentanilo que pueblan las esquinas de Los Ángeles, Estados Unidos. En un mundo interconectado hasta la saciedad, esa vieja idea de la teoría del c...
Este es un relato de globalización, capitalismo y drogas, pero también de manos corroídas por el trabajo en el campo, cosechas perdidas y comunidades que agonizan: una historia que puede rastrearse desde los campesinos que cultivan la amapola en las aisladas montañas de Guerrero, México, hasta los adictos al fentanilo que pueblan las esquinas de Los Ángeles, Estados Unidos. En un mundo interconectado hasta la saciedad, esa vieja idea de la teoría del caos que dice que el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede traducirse en un huracán en Nueva York alcanza los rincones más insospechados de la realidad. Las drogas duras no son una excepción.
Hace 15 años, el fotógrafo César Rodríguez (Tepic, Nayarit, 39 años) conoció la montaña de Guerrero mientras trabajaba evaluando albergues indígenas. Ya nunca dejó de regresar. “Me marcó mucho. Iba, tomaba fotos, hablaba con la gente, me perdía un rato”, narra por teléfono. El carrete de su cámara se inundó de instantáneas de aquellos parajes en los que el cultivo de amapola era el centro de la vida económica, pero también social y cultural. De la flor se extrae una especie de resina de color marrón, llamada goma, que, después de secarse, se convierte en heroína, una potente, adictiva y letal droga que Estados Unidos y Canadá consumían masivamente —el 90% del producto, procedente de México—. El tráfico hacia el otro lado de la frontera supuso, durante décadas, el principal ingreso de estos pueblos. Hasta que llegó un nuevo narcótico que empezó a desplazar al opiáceo en el mercado: el fentanilo, una sustancia que arrasa en las calles estadounidenses y ha provocado una grave crisis de salud pública, además de tensiones diplomáticas entre México, la Casa Blanca y China. Con el declive del consumo de heroína llegó la decadencia. Las comunidades se rompieron, el dinero se esfumó, los hombres volvieron a emigrar. Y allí estaba Rodríguez, para documentarlo todo en Montaña roja, considerado uno de los mejores fotolibros de 2022 por el prestigioso MoMa (Museo de Arte Moderno) de Nueva York.
—Cosechan y cultivan para sobrevivir. Yo quería centrarme en la gente: las tradiciones, el estilo de vida por allá, sus rituales... Y vi que todo gira alrededor de la amapola: hay rituales para una mejor lluvia; si hay mejor lluvia, mejor cosecha; les piden a los curas que vayan a bendecir sus campos; o piden que no vaya el Ejército a quemarles y cortarles sus campos; las fiestas se pagan con dinero de la amapola; algunas personas mandan a sus hijos a estudiar fuera por el dinero de la amapola… La amapola es una economía para ellos.
Montaña roja forma parte de un proyecto más grande, un intento de juntar fuerzas entre la academia y el periodismo para relatar problemáticas tan complejas como la de la amapola y el fentanilo. “Desde el inicio de nuestras temporadas en la sierra, la gente empezaba a decir: ‘Los chinos exportan una nueva droga y los gringos no quieren más heroína’. Todo el mundo te contaba la historia. La gente no vio esa crisis de la amapola durante muchísimo tiempo en México, pero los campesinos lo tuvieron muy claro, como una especie de intuición macroeconómica. Es muy interesante cómo circula la información en un mercado ilícito, cómo la información de la calle en Estados Unidos termina en los campesinos de la sierra de Guerrero”, reflexiona Romain Le Cour, cofundador de Noria, uno de los centros implicados en la investigación.
“Lo que intentó hacer César en el libro es mostrar que una economía ilícita está completamente incrustada en la vida cotidiana”, continúa Le Cour, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de la Sorbona. Las fotografías de Rodríguez retratan Guerrero con la poesía pausada del blanco y negro: caminos de tierra que se pierden entre la niebla de las montañas; cabañas humildes, chabolas de plástico y aluminio; perros callejeros; mujeres de pelo muy blanco y caras surcadas de arrugas en iglesias que se caen a pedazos; campesinos de hombros caídos y mirada cansada, cortados por el mismo patrón de vaqueros, huaraches y sombreros; manos viejas y callosas, curtidas por el polvo, la siembra y la cosecha, con las cicatrices universales que dejan las eternas jornadas de trabajo en el campo; sembrados de amapola en la soledad de las laderas, con esas flores de tallos finos coronadas por una bola que recuerdan a la morfología de un cetro.
“La amapola era casi un subsidio”
Hace años, durante el boom de la heroína, en Estados Unidos se pagaba a 30.000 pesos el kilogramo de goma de amapola. Con el auge del fentanilo, el precio descendió a 3.000 pesos por kilo, una cifra que está lejos de ser rentable para los agricultores. “La gente nos decía: ‘Tengo campos de amapola, pero nadie me compra la goma’. Hay una visión de que la droga es el producto más rentable del mundo, no puede entrar en crisis, pero lo que se documenta en este proyecto es la crisis económica bastante inédita de una droga: es un producto que ya no vende por una transformación macro del mercado, de la demanda… Fue una desgracia para los campesinos de Guerrero, Sinaloa, Nayarit o Durango que se dedicaban al cultivo de amapolas durante décadas. Era la fuente de ingreso”, explica Le Cour.
La amapola, razona el académico, era “casi un subsidio”. “Surgió, se instaló, creció, se expandió y en la sierra y montaña la gente la empezó a cultivar hasta en el patio de su casa, sinceramente muy poco escondida, aunque reprimida de forma bastante discrecional por el Ejército. Una generación le pasó la actividad a la siguiente y permitió limitar durante un ratito cierta emigración a Estados Unidos. Permitió a la gente regresar a las comunidades, invertir en ellas, mandar a sus hijos a la universidad. Fue un subsidio muy fuerte a zonas muy pobres y muy abandonadas por el Estado”. Pero todo llega a su fin.
—La fuerza del mercado logró lo que ninguna política pública en 60 años: que la gente dejara de sembrar.
Sin la amapola, la fuente de ingresos se secó. Los habitantes de la montaña volvieron a emigrar hacia el norte, a Estados Unidos o las ciudades mexicanas, para enviar remesas a casa. Muchos otros tuvieron que trabajar otra vez como jornaleros, vendiendo sus días a cambio de sueldos míseros. “Hay una pauperización muy fuerte de comunidades que ya eran muy pobres. Por el momento no somos capaces de evaluar el impacto, pero hay una oportunidad increíble de volver a integrar a esta gente a economías lícitas por un regalo que le hizo la economía al Gobierno mexicano al sacar la amapola”, argumenta Le Cour.
Una mano, dos balas
Desde que Rodríguez empezó a ir a la montaña, el paisaje ha sufrido algunos cambios. Ahora, muchos campesinos dejan que las flores se pudran en los campos ante la falta de compradores. Otros se aferran a un pequeño repunte en las tarifas. Algunos, los menos, ya han empezado la transición a cosechas de aguacate o limones. El fotógrafo narra la historia de un hombre que, gracias a la amapola, pudo mandar a sus dos hijos mayores a la universidad. El tercero no corrió la misma suerte: quería estudiar informática, pero cuando tuvo la edad suficiente, los ahorros se habían esfumado y tuvo que quedarse en el pueblo y ayudar a su padre con la cosecha.
La violencia es, también, un fantasma que acecha las comunidades. Los grupos criminales que quieren hacerse con el control del negocio amenazan la paz de la montaña. En los pueblos se han formado grupos de autodefensa integrados por los propios campesinos. “Cuando fuimos la zona era muy libre de carteles, solo iban a comprar el producto, pero las últimas veces que fuimos el cartel ya empezaba a entrar. Nos comentaron que un pueblo está rodeado de pueblos dominados por el cartel: están encerrados, los niños no van a la secundaria porque está en otros pueblos rivales. Ahí estás en una paz aparente, se escucha por acá un balazo, por acá otro, ráfagas”, relata Rodríguez.
En el libro, hay una fotografía que ilustra el problema. Es una mano vieja, cubierta de polvo, con tierra entre las uñas. En la palma, muestra dos balas. Pertenecía al líder de un grupo de autodefensa. “Un año después de tomar la foto, lo asesinaron. Fue muy duro”, dice Rodríguez. No todo fueron malos recuerdos, sin embargo. “Con algunos sigo en contacto: alguno de los jóvenes de las fotos migraron a California, tengo pendiente ir a visitarlos con sus copias de los libros. Están trabajando de mojados y nos mandan memes y videos trabajando en la fresa”.
Campesinos que migran para seguir siendo campesinos. Comunidades que agonizan ante los cambios en las dinámicas del mercado. Drogas que pasan de moda y crisis de salud pública que se suceden. Fotografías para retratar abandonos.
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