Los vuelos de la muerte en México: 50 años de impunidad y olvido
Una alianza criminal entre el Ejército y la policía emprendió en los setenta la misma práctica macabra de la guerra sucia en Argentina o Chile. EL PAÍS reconstruye el oscuro episodio con informes oficiales y voces de víctimas
A principios de los setenta, Apolinar Ceballos era un joven aprendiz de piloto que acababa de llegar a la base aérea militar de Pie de la Cuesta, en la costa de Guerrero. Una tarde, un profesor le acompañó a casa y le dijo que le habían elegido para una misión muy delicada. Le avisó de que vería cosas raras, pero que no preguntara y se limitara a cumplir órdenes, que con el tiempo lo iba a entender. Y lo más importante: prohibido contar nada a nadie. Ni a su familia.
Su primera misión fue de madrugada. Él lleva el avión y su profesor hace de copiloto. Antes de despegar de la base escucha desde la cabina pasos en la parte de atrás. También escucha algunas voces: “Este paquete está pesadito”, “éste está ligero”. Pasada una media hora de vuelo, le ordenan que reduzca la velocidad, descienda lo más posible sobre el mar y espere instrucciones. Ceballos escucha esta vez cómo arrastran los bultos y abren una de las puertas. Después, alguien le grita: “Listo”. La misión había terminado.
Aquellos paquetes, aquellos bultos que Ceballos escuchaba cómo los arrastraban en la parte de atrás del avión, eran los cadáveres de campesinos, maestros, activistas, estudiantes o médicos. Cuerpos que acababan de ser ejecutados por la alianza criminal de la policía y Ejército mexicano y cuyo destino final era la tumba anónima del mar Pacífico. Víctimas de uno de los episodios más oscuros y poco conocidos de la guerra sucia en México, del que este año se cumplen cinco décadas.
En marzo de 1971, arrancaba el llamado Plan Telaraña. “La misión principal será la localización y captura o neutralización, en su caso, de los grupos de maleantes, lo cual se logrará por medio de la constante búsqueda de información”, se lee en el informe secreto, ya desclasificado, al que ha tenido acceso EL PAÍS. El documento está firmado por el máximo representante del Ejército, el secretario (ministro) de la Defensa Nacional, Hermenegildo Cuenca Díaz, y va dirigido a las fuerzas castrenses del Estado de Guerrero.
La sombra de la represión ya se cernía sobre los militares desde la matanza de Tlatelolco en 1968, pero el Plan Telaraña marca el inicio de la persecución sistemática y homicida contra la guerrilla o cualquier disidente como parte de una política de Estado implantada por los gobiernos de hierro del PRI hasta, al menos, finales de los años ochenta. La guerrilla mexicana, que a diferencia de otras experiencias como la cubana, fue protagonizada y liderada por los más pobres y olvidados, ilustra también las contradicciones del particular régimen priista: mientras abría los brazos a los refugiados políticos de las dictaduras chilenas o argentinas, en su propia casa aniquilaba en silencio cualquier intento de contestación social.
Un trauma aún no superado en México, que no ha cumplido con los mínimos estándares internacionales de la llamada justicia transicional, dedicada a responder a violaciones generalizadas a los derechos humanos a través de iniciativas de reconocimiento, memoria y reparación por parte del Estado. Una herida sin cerrar que además ha quedado solapada por la crisis actual provocada por el narcotráfico. Ni siquiera existe una cifra oficial de desaparecidos por la violencia política. La precaria Comisión de la verdad de Guerrero cifró en 2014 el número de desaparecidos en 788. Pero registros más recientes apuntan a más de 900. Más lagunas hay todavía en relación con las víctimas de los vuelos de la muerte, un fenómeno que sigue rodeado de opacidad e imprecisiones. Los testimonios van del centenar de desaparecidos a más de un millar.
En el centro del agujero negro aparece la figura del siniestro general Arturo Acosta Chaparro, aupado a jefe de la policía de Guerrero, epicentro de la guerra sucia. En 2002, fue acusado por un tribunal militar de asesinar y arrojar al océano al menos a 143 personas. Nunca fue condenado en firme. Se retiró con honores y pasó sus últimos días entre acusaciones, esta vez por narcotráfico. Hasta que en 2012 dos sicarios en motocicleta le descerrajaron tres tiros en la cabeza a plena luz del día. Tenía 70 años.
Al sumario de aquel juicio pertenecen los testimonios del aprendiz de piloto Ceballos y de otros militares que trabajaron bajo sus órdenes. Chaparro no solo era el cerebro de la represión. Tenía la costumbre de ejecutar él mismo a sus víctimas. Siempre del mismo modo. Un disparo en la nuca con un revólver calibre 380. Tras la ejecución, se les colocaba sobre la cabeza una bolsa de nailon atada al cuello para evitar que quedaran rastros de sangre. A continuación, metían los cadáveres dentro de costales de lona junto con unas piedras. Después se cosían y eran transportados en carretilla hasta el avión. Chaparro siempre usaba la misma pistola para las ejecuciones, bautizada como La espada justiciera.
El mecánico militar Monroy Candía declaró en el juicio que participó en 15 viajes, cargando un total de 120 cadáveres. Chaparro iba a bordo y era quien daba las órdenes. Una de ellas fue retirar la puerta lateral derecha del avión para facilitar las maniobras. Monroy declaró también que en alguna ocasión los cuerpos dentro de los sacos aún se movían. Eran arrojados vivos al mar. El capitán Roberto Hicochera también reconoció su participación. Según la transcripción de su declaración, desde que llegó “no quiso preguntar ni inmiscuirse en nada, porque había rumores de que el avión Arava se usaba para arrojar gente al mar”. Sólo dijo saber que hacían vuelos de madrugada, mar adentro, y que en un determinado punto disminuían la velocidad y luego regresaban.
Lujo y sangre en Acapulco
Acapulco se había convertido desde los cincuenta en el lugar de recreo de la jet set de Hollywood. Por sus playas era habitual ver a Bette Davis, Rita Hayworth o Cary Grant. Dos décadas después, aún seguían viajando a por sus margaritas Frank Sinatra o John Wayne, que llegó a comprar su propio hotel. Una de las terrazas del Flamingos, elevado entre los riscos, tiene una vista larga que llega hasta la bahía de Pie de la Cuesta y su base área militar. A menos de media hora en coche del refugio dorado de John Wayne, estaba el lugar donde el general Chaparro y sus secuaces cometían sus atrocidades.
La base militar de Pie de la Cuesta fue uno de los centros de detención y tortura, además de la lanzadera para los aviones de la muerte. “Es el lugar donde perdemos la pista de mi mamá. Por eso creemos que pudo desaparecer en los vuelos”, cuenta Alicia de los Ríos, hija de una dirigente guerrillera de la época. Del mismo nombre que su hija, De los Ríos fue detenida en enero de 1978 en el antiguo Distrito Federal por la Brigada Blanca, uno de los grupos especiales contrainsurgentes compuestos por militares y miembros de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía política del PRI.
Su hija, que lleva litigando contra el Estado mexicano desde hace casi 20 años, conoce el último paradero de su madre por las declaraciones de otro detenido, Alfredo Medina Vizcaíno, capturado en Ciudad Juárez el mismo año. El documento, al que ha tenido acceso EL PAÍS, confirma como los detenidos de distintas partes del país eran llevados a la base militar de Pie de la Cuesta, “que está enclavada a orillas del mar”.
Vizcaíno relata el patrón de las torturas -inmersiones en agua, descargas eléctricas, golpes con barras de hierro- y añade que les metieron “en un cuarto de baño donde permanecieron hasta el día siguiente”. Al salir se encontraron con De los Ríos. Era mayo de 1978, tenía 25 años y a partir de ahí nadie sabe nada más. Las fechas coinciden con el periodo en el que se efectuaron los vuelos, según uno de los pocos informes oficiales: 30 vuelos en total entre 1975 y 1979. La misma época en la que en las dictaduras del sur del continente siguieron de manera sistemática la misma práctica.
“Mi mamá vivió un proceso de radicalización muy frecuente en la época. Venía de una familia campesina, empezó con el activismo pero acabó en la lucha armada influenciada por la experiencia cubana”, explica su hija. En 1960, Guerrero era el Estado más pobre de México. Más de tres cuartes parte de la población se dedicaba al campo y el 60% era analfabeta.
El germen de las guerrillas en México fue la acción política por las vías institucionales bajo la bandera de la reforma agraria y el acceso a la educación, ideales de la revolución de hacía 50 años secuestrados por el régimen autoritario priista. El profesor Genaro Vázquez, uno de los líderes guerrilleros, llegó a presentarse a las elecciones de 1962, taponadas sin solución por el partido único mexicano. En 1968, los humildes profesores guerrerenses tomaron las armas contra “la oligarquía del PRI, que era juez y parte en los actos electorales”, según sus propias declaraciones recogidas en documentos desclasificados de la DFS.
El secuestro en 1974 del candidato del PRI a gobernador de Guerrero Ruben Figueroa por parte de Lucio Cabañas y su Partido de los Pobres, otro grupo de maestros levantados en armas, intensificó aún más la represión. Asediado en la sierra, Cabañas muere poco después. Y ya con Figueroa como gobernador y Chaparro como su mano derecha, se precipita la creación de otro escuadrón de policías y militares: el Grupo Sangre. Entre sus objetivos estaban “vengar insultos al gobernador, personas que han tenido problemas con el Ejército o traficantes de drogas”, según en informe de la Comisión de la Verdad. La ofensiva incluyó, de acuerdo con otro informe militar, un dispositivo de helicópteros que descargaban munición sobre las comunidades: “Se continúan efectuando reconocimientos precedidos por fuego de morteros sobre cañadas y arroyos”.
El informe de la Comverdad sostiene que las autoridades tuvieron facultades “prácticamente ilimitadas” con el fin de exterminar a la guerrilla. “Entre los detenidos había incluso menores de edad, y algunos de ellos permanecieron ahí solamente por ser familiares de líderes guerrilleros o supuestos simpatizantes”. Los procedimientos de tortura también se extremaron, tal y como subrayan numerosos informes de la Comisión de los Derechos Humanos y confirma la declaración de Medina Vizcaíno a la que ha tenido acceso EL PAÍS: los detenidos “eran amarrados a una tabla y sumergidos en el terrible “pocito” (pila llena de aguas negras) quedando muertos algunos de ellos desangrados. O de la forma más simple, que era la de darles un balazo en la cabeza”. De nuevo, La espada justiciera del general Chaparro.
Cuentas pendientes
“Pensé que a mí también me iba a dar el tiro en la nuca”, recuerda por teléfono desde Acapulco Rogelio Ortega, un profesor de la Universidad Autónoma de Guerrero de 65 años que, de joven, también se cruzó con el siniestro general. En 1977, lo secuestraron cuando salía de casa de su madre. Encapuchado y atado de pies y manos lo llevaron a una de las cárceles clandestinas. En una celda diminuta, en la que no cabía tumbado, con luz encendida las 24 horas y el ruido de una radio a todo volumen, pasó 15 días. Chaparro dirigía los interrogatorios. “Mi celda era la segunda después de la sala de tortura. Me llegaba el olor a sangre”.
Tenía 25 años y había militado en la guerrilla, pero para entonces ya había abandonado la lucha armada. Gracias a la presión de su madre, otra histórica maestra guerrerense, logró que lo soltaran. “Esperaron unos días a que me bajaron los moretones, me sacaron y me subieron en una camioneta”. Cuando iban por la carretera de la costa, Ortega pensó que lo llevaban a Pie de la Cuesta. Y cuando lo bajaron del coche, aún encapuchado y atado, pensó que lo iban a disparar. Antes de soltarlo, Chaparro le hizo una advertencia: “Te vas libre porque hay mucho ruido fuera, pero si eres de la guerrilla me voy a enterar y voy a volver a por ti”.
Chaparro cumplió su amenaza. Menos de un año después, regresó por Ortega, que logró escapar por el tejado de la casa de seguridad donde estaba cobijado. Huyó del país: Nicaragua, París. Hasta que ya en los noventa pudo regresar a Guerrero: “Fue una especie de pacto por el que me dijeron que preferían tenerme en la universidad bien localizado que en la clandestinidad”.
El caso de Ortega, que en 2014 fue nombrado gobernador interino del Estado durante unos meses, ilustra las cuentas pendientes de México con las víctimas de la guerra sucia. “No existe una política seria de esclarecimiento de aquel periodo. No hay ninguna sentencia contra los responsables y el Estado no ha hecho ni un solo reconocimiento público de que el Ejército participó en todo aquello”, apunta el abogado Santiago Aguirre, director del Centro Prodh, una de las organizaciones que lleva años impulsando las denuncias de las víctimas.
Aguirre pone como ejemplo los casos de Argentina, Uruguay o Guatemala, que purgaron su pasado con rigurosas Comisiones de la Verdad. Mientras define como fracasos iniciativas como la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, nacida tras la apertura democrática del 2000, o la Comverdad de Guerrero. Ambas torpedeadas desde otros poderes del Estado -Ejército, Fiscalía- y forzadas a dejar su trabajo a medias.
El abogado señala también otra particularidad mexicana. “El nuevo contexto de la violencia del narcotráfico terminó de diluir que los desaparecidos son cosas del pasado. México necesita medidas extraordinarias para enfrentar una crisis de derechos humanos que hunde sus raíces en la guerra sucia y que no ha cesado desde entonces. Algo sin parangón en el continente”.
Esa línea de continuidad también está encarnada en Rogelio Ortega. Antes de escapar al extranjero, se refugió unos meses en la escuela rural de Ayotzinapa. La misma escuela de donde salieron los 43 estudiantes desaparecidos en 2014 en manos, supuestamente, de una alianza de delincuentes y policías curruptos. La desaparición de los muchachos, pobres, venidos de un mundo rural olvidado y politizado y que derivó precisamente en el fugaz nombramiento de Ortega como gobernador, es considerada como uno de los acontecimientos que con más profundidad ha atravesado emocionalmente a México durante los últimos años y que hoy sigue sin una respuesta clara.
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