México en EL PAÍS
La corresponsalía ha pasado de ser la soledad del periodista que llamaba a la redacción de Madrid a un grupo de periodistas de insultante juventud y talento
Acaba de temblar en Ciudad de México. Escribo estas líneas después de un terremoto de 7,1 que ha sacudido la capital y el sur del país. Hasta aquí todo normal debido a que elegimos vivir sobre la placa de Cocos. Solo al día siguiente hubo más de 300 réplicas, la mayoría imperceptibles, pero hasta aquí todo normal.
Había comenzado a escribir sobre una nueva etapa en el periódico, de la talentosa redacción que crece, de la dificultad de leer y entender un país como México: cálido, complejo, divertido y trágico en la misma crónica. Tecleaba sobre la vocación, el entusiasmo o la larga tradi...
Acaba de temblar en Ciudad de México. Escribo estas líneas después de un terremoto de 7,1 que ha sacudido la capital y el sur del país. Hasta aquí todo normal debido a que elegimos vivir sobre la placa de Cocos. Solo al día siguiente hubo más de 300 réplicas, la mayoría imperceptibles, pero hasta aquí todo normal.
Había comenzado a escribir sobre una nueva etapa en el periódico, de la talentosa redacción que crece, de la dificultad de leer y entender un país como México: cálido, complejo, divertido y trágico en la misma crónica. Tecleaba sobre la vocación, el entusiasmo o la larga tradición de corresponsales de EL PAÍS desde que los despachos se enviaban por télex y López Portillo estaba en la presidencia. O de la regla no escrita que dice que no llega a director quien no haya pasado antes por México.
De eso escribía cuando la radio confirma unos minutos después que el terremoto fue aún más fuerte, de 7,5, y que el epicentro estuvo en Oaxaca.
A estas alturas, la redacción es un hervidero... virtual. Desde hace tres meses no nos vemos, no nos tocamos, no entramos a la sala de juntas, no compartimos el café ni el cigarro, pero Mónica ya está recorriendo calles con la cámara al hombro. Otros telefonean a hospitales, arreglan titulares, atienden las declaraciones oficiales o escriben los primeros párrafos con el cuerpo de gelatina. Eso ya no es tan normal.
Javier Lafuente, que ya pagó las pizzas en el salón de su casa tras el sismo de 2017, dirige con aspavientos desde la banda en una curiosa mezcla entre Quique Setién y Barenboim con mascarilla. Un periódico como este, cuando se pone en marcha, es una orquesta que interpreta a la perfección una obra mil veces ensayada.
Días así me acuerdo de la primera vez que vi con mi padre los delfines en el zoo o cuando me llevó a la radio un domingo a ver un Carrusel Deportivo en directo. El martes 23 de junio podría haberme quedado durante horas con la nariz pegada al cristal de la pecera viendo el espectáculo.
Todavía no había resuelto la duda sobre si debíamos permanecer todos los vecinos juntos en la banqueta cuando vi la grieta que el sismo me había dejado en casa. Borré entonces en el teclado todos los tópicos y me acordé de aquella campaña publicitaria: “Papá, ¿por qué somos del Atléti?”.
Supongo que nos hicimos de México y del periodismo por los Reverte —Javier y Arturo— por Joaquím Ibarz, Gervasio Sánchez, Alma Guillermoprieto o los textos de Jesús Ceberio. Crónicas que pintaban un país poderoso y digno que jamás reconoció la dictadura de Franco, pero también desigual. Su crónica de la toma de posesión de Miguel de la Madrid en diciembre de 1982 es el perfecto retrato de un hombre angustiado, que había ganado la elección como se hacía antes, con el 74% de los votos, pero con una grave crisis económica en puertas.
Gracias también a las crónicas de Antonio Caño nos enteramos de las sangrientas guerras centroamericanas, a las que los periodistas estadounidenses dejaron de ir pero que era escenario de una batalla geoestratégica mayor. O del éxodo de medio millón de guatemaltecos refugiados en Chiapas. De aquella escuela periodística salieron en México también nombres como Epigmenio Ibarra o los hermanos Carrillo, que en cualquier país tendrían una película.
Casi cuarenta años después de aquellas crónicas, de varios terremotos, devaluaciones, premios Oscar, Carlos Salinas, el Chapo Guzmán, la democracia, la violencia del narco o un Mundial de fútbol, la corresponsalía ha dejado de ser la soledad del periodista que llamaba a la redacción de Madrid a un grupo de periodistas de insultante juventud y talento.
Desde que surgió EL PAÍS América en 2012, la delegación ha pasado de estar formada por cinco aventureros en una mesa junto al cuarto de las escobas en el edificio de Santillana, entre quienes resiste con la templanza intacta Sonia Corona, a una moderna oficina con medio centenar de periodistas de siete nacionalidades distintas.
Contar este país desde la trinchera del periodismo es un privilegio o un paseo por la vida con boleto de primera, como alguien dijo. Pero ser periodista en Latinoamérica es tan enriquecedor como duro y algunos de nuestros compañeros han pagado un alto precio por informar. Solemos decir que en EL PAÍS, además de los departamentos tradicionales, contamos con el de víctimas de los tiranos. En él están Francesco Manetto, quien se incorporó al equipo en México tras ser golpeado en Venezuela, y Carlos Salinas, que se tuvo que exiliar de Nicaragua tras el acoso de los grupos violentos de Daniel Ortega, que le hicieron la vida imposible hasta que se largó. La capacidad de seducción de México es tan grande, que ambos son felices en el país más homicida del mundo para la prensa. A estas alturas ya deben saber que son del Atlético.
Una de las frases que repetía Javier Moreno durante sus años al frente de la Edición de América es que no cree en los periódicos de autor. Que no es posible depositar el peso diario de una portada en una sola cabeza siempre iluminada que se supera un día tras otro con nuevas exclusivas. Pero que nada puede con el trabajo en equipo de una redacción que sale cada día como un perro de caza.
En ese fango de compromiso casi sacerdotal ha crecido en los últimos años una redacción que patea la calle y hace cada vez más ruido. Un grupo de periodistas donde se combina el poso del viejo periodismo de Luis Pablo Beauregard y el hambre de los recién llegados. Y aquí una confesión: cada vez que el presidente López Obrador nos cita en las mañaneras un doble gusto nos recorre el cuerpo. La satisfacción de que vamos por el buen camino y molestamos al poder, y de que somos más mexicanos que ayer.
El resultado salta a la vista. Igual que hay familias desestructuradas, hay redacciones como esta donde no hay un editor, redactor o fotógrafo con una vida personal que pueda presumir en Navidad. Ninguno que pague a tiempo sus facturas, que asista metódicamente al gimnasio, que termine el curso de francés o no le deje su pareja. Ninguno que no le oculte a su madre algunos de los lugares donde reportea.
Una redacción que no se creyó que los periódicos estaban muertos o que a la gente le bastaba un tuit para informarse. Que no era posible el periodismo sin chayote ni publicidad oficial o que el lector es un sujeto secundario y manipulable, algo así como el acarreado cultivado de los partidos políticos. Siguió pensando que una profesión merece la pena cuando la llamada del Defensor del Lector acojona más que la alerta sísmica.