¿Un arrebato veraniego? Permanecer un buen rato mirando un cromo
Nuestra única posibilidad de fuga real, de descanso verdadero, es no necesitar ni reservas de viaje, ni gazpacho de fresa ni nada
Paso stories en el Instagram. Vacaciones. Sol. Agua. Fiesta. Risas. Receta de gazpacho de nosequé. “¿Tú sabes qué hacer con la pausa?”, decía Pedro en Arrebato, la película de Iván Zulueta. “La pausa es el punto de fuga, nuestra única oportunidad”. Y después abría un álbum de cromos d...
Paso stories en el Instagram. Vacaciones. Sol. Agua. Fiesta. Risas. Receta de gazpacho de nosequé. “¿Tú sabes qué hacer con la pausa?”, decía Pedro en Arrebato, la película de Iván Zulueta. “La pausa es el punto de fuga, nuestra única oportunidad”. Y después abría un álbum de cromos de la infancia. Mostraba uno de Las minas del rey Salomón. “Dime, ¿cuánto tiempo te podrías pasar mirando este cromo? Años, siglos, toda una mañana. Estabas en plena fuga, éxtasis, colgado en plena pausa… Arrebatado”.
El arrebato era ese desvincularse del mundo, el ser ajeno al devenir de las horas, quedar suspendido. Desaparecer. Los personajes de la película, una vez perdido el privilegio del rapto infantil frente a un cromo, buscan desesperadamente esa pausa en el sexo, la heroína, el cine. Muchos la buscamos. Algunas veces, tenemos incluso 30 días de vacaciones para hurgar en busca del rapto, y olvidar así que el resto del tiempo no es nuestro. “Cuando el colegio cierra y el corazón se abre de par en par a la infinita libertad de los amores sin objeto”, dice Pierre Michon en Rimbaud el hijo. Ojalá. Para quien tiene el privilegio de detenerse, hace tiempo que la posibilidad de pausa no existe.
Las vacaciones se han convertido en otro trabajo. Pende sobre las cabezas cierta angustia: vacacionar mal, no organizarse bien, perder día y medio por un error en las reservas, que el retraso en el vuelo derrumbe todo, no coincidir con los amigos en los días libres y tener la sensación de estar más solo que el resto del año, espiar o intuir las vacaciones de los demás y sentir que ellos lo están haciendo bien, mientras que tú estás impedido para esa gracia. Las vacaciones, ese furor provocado desde fuera que nos hace teclear en Google aberraciones como “Qué ver en Budapest cinco días”. Sin embargo, cómo no querer respirar un poco de aire de otro lugar, aunque esté contaminado por las emisiones del propio avión que nos ha llevado allí. Si el trabajo es fuente de miseria, ¿no son las vacaciones también, por contagio, otra miseria? ¿Cómo sería posible el arrebato en ese clima de laborar en pos de la diversión? Desconectar, divertirse: esos nuevos objetivos cuasilaborales ya inyectados en nuestro cerebro: “Nada, nos vamos unos días para desconectar un poco”. “¿Has podido desconectar esta semana?”. Los dientes me rechinan solos.
Recorro con el dedo el mapa de la vida, identificando pausas. Encuentro algunas. A veces alguien dice: “Odio el metro, qué horror”. Alzo la voz en favor de mi causa, de mi pausa: “Yo amo el metro”. Incluso cuando no era freelance y pasaba la vida en largos recorridos en hora punta hacia la oficina, el metro fue el lugar liminal en el que nada debía hacer, nada tenía que suceder. El tiempo quedaba suspendido. Lo más parecido a ser libre. La línea circular del Metro de Madrid, una espiral de la cinta de Moebius de la pausa.
Hace no mucho, mi amiga Mamen y yo hablamos de pasar el día entero en la línea circular de metro. Nos parecía lo más cercano a esos días en los que eras pequeña y te llevaban al médico. Esa especie de pausa: de la mano de tu madre por la ciudad vacía de niños, en una ilusión del absentismo escolar. En ese mundo, desayunando un dónut retrepada en el taburete de un bar, era como si tu vida diminuta, ya llena de pequeñas obligaciones y mandatos sociales, dejase de existir. Lo del metro es similar. La utopía de pasar una jornada entera en la línea circular, sin tener que llegar a ningún sitio, suspendidas en ese burdo milagro: tener que estar bajo tierra, con la productividad vetada, con la diversión y el ocio vetados también, para alcanzar ese extraño nirvana.
Hay otra pausa que recuerdo con pánico. Éramos adolescentes descerebrados. No hacía tanto que habíamos perdido el arrebato que se producía en el juego infantil, en la observación extática de un juguete, un cromo, el olor de una muñeca, y ya estábamos desesperados por recordar cómo era aquello de salirse del cuerpo. Así que, entre unos arbustos del parque, nos apretábamos el cuello, cortando el flujo de oxígeno por segundos, hasta el desmayo (que esto no sirva de inspiración para nadie, es una práctica muy peligrosa). Casi inmediatamente tenían que darte un tortazo, despertarte para traerte de vuelta. En esos segundos de ausencia se vivían millones de años, imágenes enloquecidas, una psicotropia que jamás he vuelto a rozar. Lo llamábamos “hacer la muerte súbita”. Podríamos habernos muerto, claro. Podría estar viva, pero no ser capaz de escribir esto, con la conexión entre las ideas y las palabras ahogada para siempre. Pero mentiría si no reconociese que a veces recuerdo aquellas ausencias fulminantes como quien estuvo en Narnia y volvió. La verdadera pausa.
Hay más pausas, allá donde una quiera mirar. Los borrachos del parque de mi calle, por ejemplo. Los veo cada mañana al sacar a la perra. Son unos cinco o seis. Empiezan alto, sangría y litronas a las nueve de la mañana, y se van apagando a medida que el alcohol los recorre enteros. A mediodía están tendidos sobre la mesa del merendero, las cabezas gachas o directamente derrumbadas. La única forma posible de pausa del que no puede huir hacia ningún lugar, ni, por supuesto, tener vacaciones: aturdirse hasta desaparecer. La intoxicación, meditación in extremis: un medio de desapego y decondicionamiento que no lleva a la iluminación, pero quizás sí a una liberación desesperada.
Hoy, mientras mi perra olisquea entre la hierba el rastro de unos Risketos, miro a los borrachos. Todos han caído ya en diferentes estados de pausa. La mayor parte murmura algo en el estadio previo al sueño. Mantras, nanas, peleas imaginarias. Pero hay uno que se mantiene en pie junto a la mesa, como tambaleándose en otro plano de realidad. Su equilibrio se estabiliza y queda con la cabeza hincada en el pecho. Cae la litrona de su mano y vierte sobre la tierra un poco de espuma. No importa, porque él ya no existe. Está tan quieto que una cotorra verde, de esas que son plaga, lo toma por un objeto. Se posa en su cabeza. No hay susto ni aspaviento. Durante un rato de magia, sólo existo ahí, en esa cotorra que aún no entiende dónde está y acomoda unos mechones de pelo del borracho. Desaparezco. Después pienso que nuestra única posibilidad de fuga real, de vacaciones reales, dependerá, en última instancia, de cuánto tiempo seamos capaces de permanecer mirando un cromo. Sin playa, sin gazpacho de fresas, sin risas, sin reservas de viaje, sin necesidad de nada.
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