Samuel Luiz, nuestro George Floyd

La homofobia que late en el asesinato del joven de A Coruña es una forma sistemática de violencia que opera a través del estigma

Altar espontáneo colocado en el lugar en el que recibió la paliza mortal Samuel Luiz.Óscar Corral

Quizá la bestia seamos “solo nosotros”. Son las palabras de Simon, el niño vulnerable y “raro”, a ojos de sus compañeros náufragos, de la fabulosa y monstruosa El señor de las moscas. Será él, aquel que señala lúcidamente la verdadera identidad de la bestia que han creído ver los otros niños, quien finalmente sea confundido con ella y apaleado hasta la muerte por sus compañeros en la sofocante oscuridad de la noche. El prejuicio irracional, el temor a lo desconocido, el miedo, las pulsiones de deseo...

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Quizá la bestia seamos “solo nosotros”. Son las palabras de Simon, el niño vulnerable y “raro”, a ojos de sus compañeros náufragos, de la fabulosa y monstruosa El señor de las moscas. Será él, aquel que señala lúcidamente la verdadera identidad de la bestia que han creído ver los otros niños, quien finalmente sea confundido con ella y apaleado hasta la muerte por sus compañeros en la sofocante oscuridad de la noche. El prejuicio irracional, el temor a lo desconocido, el miedo, las pulsiones de deseo y aversión, todo aquello que está en nosotros y solo puede ser domesticado por la razón y la educación será lo que termine provocando el caos y la barbarie en la distopía insular de William Golding.

Estos días hemos visto cómo la brutal y mortal agresión colectiva que acabó con la vida del joven Samuel en A Coruña, linchado a golpes por una manada al grito de “¡maricón!”, se intentaba explicar desde la semejanza con las agresiones de los chimpancés. Por lo visto, todo se reduciría a una fuerza irracional a la que no podemos hacer frente cuando actuamos como tribu, como si pertenecer al reino de los animales fuera una excusa para matar en grupo. Afortunadamente, las personas somos más complejas y crecemos y vivimos en sociedad. En el estado hobbesiano descrito por Golding, el lector al menos se reconforta sabiendo que la historia sucede en una isla donde no hay civilización, aunque el fino equilibrio que sostiene la dialéctica entre barbarie y democracia lo encarnen sus personajes. Pero, al saltar de la ficción a las crónicas de las investigaciones sobre el caso Samuel, me pregunto qué es lo que falla cuando necesitamos recurrir a animales para justificar nuestro salvajismo. Es como si los humanos no nos caracterizásemos por tener una razón a la que educamos para conducir nuestras decisiones y acciones en la mejor dirección. Nuestra razonabilidad nos permite decidir qué deseos son más proclives a doblegarnos, cuáles nos atrofian y fomentan la violencia, y qué otros amplifican nuestras capacidades para relacionarnos con nuestros semejantes. Un ejemplo sería la empatía, la vieja noción kantiana que nos habla sobre la imaginación, el imperativo categórico, el pensamiento ampliado. Vienen a significar lo mismo: nuestra inteligencia nos permite ponernos en el lugar del otro para descubrir algo nuevo en esa persona, pero también en nosotros. Somos seres llenos de creatividad y sofisticación: sabemos hablar, cocinamos nuestros alimentos. ¿Por qué nos comparamos con los animales para entender un crimen así?

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Lo extraño de acudir a los chimpancés para explicar un comportamiento gregario es que los grandes simios no matan al grito de “¡maricón!”. Dejamos de hablar, así, de por qué el maricón sin nombre es un chivo expiatorio universal, un infame grito de guerra que sigue saliendo gratis pronunciar. Y también de por qué no hace falta que la identificación de la orientación sexual de la víctima sea conocida. Samuel fue doblemente victimizado: por ser identificado como gay y etiquetado públicamente con el epíteto de “maricón”. Esto quiere decir, primero, que es homosexual y segundo, que existe el permiso de hacerle daño porque es un subhumano. Es posible que con esa paliza alguien gane puntos en la obtusa escala de la masculinidad tóxica, algo sobre lo que tampoco hablamos. Insultar a alguien de ese modo forma parte del desarrollo de una identidad masculina que desgraciadamente sigue siendo hegemónica. Ya saben: Boys Will Be Boys. Porque existe esa masculinidad que castiga a quienes rechazan el camino de la construcción de su género bajo sus estrechos moldes, como les ocurre también a las mujeres trans que se adhieren abiertamente a la feminidad. Y sí, hay que decirlo sin miedo: se llama homofobia, una forma sistemática de violencia que opera a través del estigma. No es un hecho aislado, es “una atmósfera, una toxicidad que invade el aire”, nos dice Judith Butler. La mueve el miedo o lo que Iris Marion Young denomina “ansiedad de frontera”, porque “la frontera entre la atracción hacia personas del otro sexo y hacia aquellas del mismo sexo es inestable”.

Quizás para entender algo así sea más fácil pensar en nosotros mismos, en el pánico que experimentamos cuando algo externo desestabiliza los sólidos pilares de nuestro yo. El temor a la diferencia viene siempre de ahí, de hacernos permeables y situarnos en un lugar donde no nos reconocemos, que sacude nuestra propia imagen. Perdemos esa tranquilidad: nuestra identidad ordenada. Cuando tengo frente a mí a una persona mayor, por ejemplo, no puedo evitar pensar con disgusto que yo seré así, que envejeceré como ella. La dinámica de la aversión surge cuando me percato de que el diferente que tengo ante mí es alguien como yo, de que la frontera entre la persona gay y la persona heterosexual es así de porosa. Iris Marion Young lo describe bien: “Cualquiera puede transformarse en gay, especialmente yo; por lo tanto, la única manera de defender mi identidad es darme la vuelta con una repugnancia irracional”. Nuestra sociedad se erigió desde una definición monolítica de los géneros, evitando su ambigüedad: un hombre es un hombre y una mujer es una mujer. Se llama “orden de género”. La homosexualidad disloca ese orden y nos recuerda nuestro imposible deseo de mantener una identidad unificada, y por eso expulsamos lo que la pueda violentar. El miedo a salir del armario es el miedo a padecer el estigma, el rechazo, la violencia, la ambigua sensación de ser invisible al mismo tiempo que se te marca como diferente.

Evitar hablar de todo esto es evitar hacernos responsables como sociedad de lo que ocurrió con Samuel, esto es, politizarlo. Su padre lo pidió, pero Samuel no es de nadie. Porque fue sorprendente la cantidad de voces que se pronunciaron denunciando precisamente esto, que se compartiera colectivamente el dolor sobre su muerte. Como si no lo hubiéramos hecho ya con las víctimas de la covid, o con las de ETA. Politizar la muerte de Samuel es alentar una discusión donde sometamos a deliberación nuestras pulsiones, a menudo inconscientes, para intentar cambiarlas. Esa idea de “tomar conciencia” fue utilizada por las mujeres durante los años sesenta para poner en común esos problemas que, como dijo Betty Friedan, “no tenían nombre” y compartían sin saberlo. En nuestra sociedad, existen demasiadas pautas conformando “esa toxicidad que invade el aire” sin que muchas veces reparemos en ellas. Que un chaval oculte su orientación sexual en casa es un problema, y es sistémico porque forma parte de esa atmósfera social que a algunas personas, como a George Floyd, le acabaron impidiendo respirar. El sexismo, la homofobia, el racismo, solo se confrontan mediante el conocimiento, la lectura, la discusión pública, el cultivo de la humanidad que proporciona una educación liberal basada en valores cívicos frente al inane consumo mediático de las emociones al que estamos tan acostumbrados. Explicar el crimen de Samuel con chimpancés es menospreciar la importancia de nuestra educación. O de su falta.

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