Corrosión banal

Las instituciones creadas en 1978 son sometidas a una mala praxis que llevaría a un médico o a un abogado a la cárcel

El rey Felipe VI posa junto al responsable del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, jueces y magistrados el pasado 7 de septiembre.Pool

La tibieza en la defensa del buen uso de las instituciones, su corrosión cotidiana y banal, es uno de los principales y más urgentes problemas políticos a los que se enfrenta la sociedad española. Una y otra vez, las instituciones creadas en 1978 (muy correctamente) para regular la convivencia democrática son sometidas a ninguneo, empujones y a una mala praxis que llevaría a un médico o a un abogado a la cárcel, pero que en el caso de buena parte de los políticos españoles no parece acarrearles ninguna consecuencia, desde luego no en sus propios partidos. Y ellos, simplemente, no se sienten ni...

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La tibieza en la defensa del buen uso de las instituciones, su corrosión cotidiana y banal, es uno de los principales y más urgentes problemas políticos a los que se enfrenta la sociedad española. Una y otra vez, las instituciones creadas en 1978 (muy correctamente) para regular la convivencia democrática son sometidas a ninguneo, empujones y a una mala praxis que llevaría a un médico o a un abogado a la cárcel, pero que en el caso de buena parte de los políticos españoles no parece acarrearles ninguna consecuencia, desde luego no en sus propios partidos. Y ellos, simplemente, no se sienten ni mínimamente responsables de esa obligación democrática.

La semana pasada, el Consejo General del Poder Judicial decidió ignorar el hecho de que sus vocales terminaron su mandato hace nada menos que dos años, y proceder a una serie de importantes nombramientos en el Tribunal Supremo. Su presidente, Carlos Lesmes y los vocales (con la reseñable excepción de Álvaro Cuesta y Concepción Sáez), debieron pensar que bastaba con un acuerdo entre conservadores y progresistas que formara una sólida mayoría para que la legitimidad de la decisión quedara bien establecida. Sin embargo, es obvio que la legitimidad no puede proceder de esa circunstancia, sino de la ley y esta fija taxativamente que su mandato expiró en 2018. Es decir, por muy interesante que sea que los nombramientos se hayan hecho con el apoyo de 19 de los 21 votos posibles, el problema sigue siendo el mismo: su mandato está agotado y es muy extraño que actúen como si no fuera así. Es cierto que la renovación del Consejo es una decisión que debe adoptar el Parlamento y que uno de los grupos imprescindibles para alcanzar la mayoría exigida, el Partido Popular, boicotea de manera indecente la labor del Congreso y se niega a participar en las votaciones. La iniciativa del Gobierno de intentar ahora reformar la ley que fija esa mayoría no resolverá en realidad el problema institucional, porque una norma semejante debería ser fruto, precisamente, de un consenso muy amplio. En cualquier caso y en lo que estamos ahora, ¿realmente los miembros del órgano que regula el Poder Judicial no tenían a su alcance ninguna medida de presión? ¿Es más irresponsable renunciar en bloque y marcharse a casa que decidir mantenerse en sus puestos, diga lo que diga la ley? ¿Por qué? ¿No están suficientemente incómodos en esas sillas? Hasta un fracturado cónclave papal fue encerrado en su día a pan y agua para que eligiera de una vez por todas al representante de Dios en la tierra.

Igual que existe una Declaración Universal de Derechos Humanos hay también una Declaración Universal de la Democracia, formulada por la Unión Interparlamentaria, dependiente de la ONU. La Declaración viene a recordar cosas fundamentales: la democracia es un modelo de gobierno que se basa en instituciones bien estructuradas y que funcionan bien. Los seres humanos crean instituciones que regulen su convivencia porque saben bien las cosas terribles que son capaces de hacer. Es decir, no se trata solo de elecciones democráticas periódicas ni del imperio de la ley, sino también del necesario compromiso institucional. Ningún sistema democrático, por muy bien formado que esté, resiste el mal uso de las instituciones que lo integran.

El escaso interés que suscita esta corrosión en España (advertido incluso por la Comisión Europea), la poca transcendencia que se le atribuye, la facilidad con que se arrojan al debate sectario, resultan asombrosos. No se trata solo del CGPJ. Sucede con la Jefatura del Estado, (¿cómo pudieron los sucesivos gobiernos ignorar que Juan Carlos I era patrono de una fundación ¡en Panamá?, como contó José María Irujo el 2 de marzo en El PAIS), con el Tribunal Constitucional (cuatro de sus miembros también han superado su mandato) o con el Banco de España (con el terrible papel de sus entonces responsables al avalar la salida a Bolsa de Bankia, incluso teniendo informes contrarios de peritos). La “vieja dama”, llaman en Gran Bretaña al Banco de Inglaterra porque es “seria y confiable”, ay.

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