Me casé durante la pandemia, pero no quiero que seamos una isla de dos

Esta distopía vírica que vivimos parece invitarme aún con más fuerza a olvidar a los demás y centrarme en el amor exclusivista

JUAREZ CASANOVA

El otro día me casé. Esto no tendría ninguna relevancia si no me hubiera casado en este momento incierto, lleno de miedos e incertidumbres y suspendido en el limbo de la no-vida, que es nuestra tan nombrada y traqueteada nueva normalidad. En la foto inmediatamente posterior a la firma se nos ve brillantes de sudor, exultantes pese a todo, en el salón de plenos del Ayuntamiento del único pueblo que pudo solucionarnos el papeleo (papeleo que urgía por un plan que finalmente el virus quebró)...

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El otro día me casé. Esto no tendría ninguna relevancia si no me hubiera casado en este momento incierto, lleno de miedos e incertidumbres y suspendido en el limbo de la no-vida, que es nuestra tan nombrada y traqueteada nueva normalidad. En la foto inmediatamente posterior a la firma se nos ve brillantes de sudor, exultantes pese a todo, en el salón de plenos del Ayuntamiento del único pueblo que pudo solucionarnos el papeleo (papeleo que urgía por un plan que finalmente el virus quebró) en pleno posconfinamiento. Los rostros de nuestros testigos quedan ocultos bajo mascarillas quirúrgicas. “Únicamente los novios podrán retirarse las mascarillas en el momento del enlace”, decía el e-mail que nos habían enviado.

Al día siguiente, un conocido me escribió:

“Oye, ¿te has casado? Jo, os deseo mucha felicidad. Estas islas familiares son muy importantes en estos tiempos”.

Me estremecí. ¿Islas familiares? ¿Una isla? Ya había sentido, durante la cuarentena, un temor inconcreto a la exclusividad social. “Sólo podréis estar cerca de las personas con las que conviváis”, nos dijeron. En muchos casos, estas personas eran pareja, familia consanguínea, el retablo clásico del hogar español. Más tarde, se nos instó a elegir a 10 amigos. Una alumna me dijo: “Yo he escogido a mis 10 amigos más responsables”. Otro alumno me dijo: “Una señora mayor no se podía bajar del bus, quise ayudar, pero me daba miedo tocarla y ponerla en riesgo”. Yo, cómo no, veía claramente lo cabal de las restricciones, actuaba con lógica: era mejor no ver a nadie, no salir de casa. Nos replegamos obedientemente. Pero aquello dolía por dentro, daba miedo: estábamos, por pura necesidad, hundiendo los pies bien profundo en el fango de la individualidad, un pantano que ya antes de la pandemia apestaba a podrido.

Algunas horas más tarde, una amiga de hace muchos años, muy formal y casada ella, me escribió:

“Ya verás, ahora hablarás en plural”.

Me enrabieté, no sé si con ella, con la sociedad o conmigo misma, y le respondí:

“Precisamente estaba escribiendo sobre la disolución de la colectividad en pos de la familia nuclear en estos tiempos inciertos, y del terror que me provoca ser de pronto eso, una isla de dos”.

Así de insoportable y repelente me tenía el asunto. Obviamente, mi amiga no me respondió.

Recordé los primeros signos de este dolor. En una infancia en la que mis padres me animaban, sobre todo, a desconfiar de la gente, a que no me tomaran por tonta —con esa pedagogía tan clásicamente española de ser más listo que todos y no dejarse engañar, aunque con ello sacrifiquemos toda diversión y aventura—, yo decidí apostar todas mis fichas al recuadro de la amistad, a los otros. Y aquello funcionó. Mirábamos a la familia tradicional con la ternura desdeñosa del que observa un ente caduco, hermético, sin futuro, que no es consciente de qué hay más allá afuera. Pero recuerdo vivamente el primer desgarro: una amiga se echó novio y desapareció, se transformó, como si el clan escogido, nosotros, hubiésemos sido únicamente un entretenimiento hasta alcanzar lo que se consideraba real, legítimo, certificado. Ante mi sorpresa, todo el mundo pareció aceptarlo. Mi primer desengaño amoroso fue ese abandono que nada tuvo que ver con lo romántico, sino con una negación del colectivo amistoso como esperanza.

Y ahora, recién firmado el documento con el que la sociedad certifica que tengo derecho a ser una isla y que por ello me serán otorgadas todo tipo de facilidades y felicidades, siento que esta distopía vírica parece invitarme aún con más fuerza a olvidar a los demás y centrarme en el nosotros de ribete blanco y rosado, el amor exclusivista. Me invade la tristeza al pensar en los nefastos ejemplos de normalidad que me ha ofrecido la vida: esos matrimonios sin un solo amigo, esas familias egoístas y recelosas ante todo lo que se salga de lo suyo, ese fin de la amistad cuando se encuentra pareja. En la nueva normalidad, siento a la sociedad como ese estereotipo de señora que sale en películas y telediarios, y al que todos hemos visto alguna vez en directo: la dueña de su hogar que abre la puerta a un desconocido, o no tanto, y que responde desde el umbral, infranqueable, con ese gesto icónico de cruzarse la pechera de la bata una y otra vez, cada vez más arriba, cada vez con más recelo. En ese gesto se contiene todo el orgullo de la individualidad nuclear, toda la familia de sangre, todo el miedo al mundo, con su consiguiente tedio.

Arrastrando la resaca de la boda, fui a ver Renacimiento de La Tristura, compañía que siempre me gana y casi me tumba con su idea arrolladora, romántica, a veces incluso cursi —pero cómo no serlo cuando se trata de arengar al juntarnos— de la colectividad. nes una obra coral que reivindica la unión. Un proyecto bello que comenzó antes de la pandemia y que apelaba al valor de la comunidad se volvió una pieza imprescindible en el mundo pospandémico del miedo al otro. La vi con una amiga, separadas del resto del público por dos asientos y las manos apestando a la mezcla de varios geles hidroalcohólicos. En otra sala habían colocado maniquíes en los lugares que no podían ser ocupados por personas. Lloramos emocionadas sobre nuestras mascarillas de tela con filtro PM2.5 de tejido no tejido. Incluso este tejido no tejido recomendado en los medios, fibra sintética, parecía eludir la unión de muchos en favor de la amalgama sellada. Adiós a las fibras uniéndose, el hueco y el abrazo entre un hilo y el otro. Pero ante nuestros ojos, el teatro, algo ineludiblemente físico, hablaba precisamente de la necesidad de un clan. Después, Violeta, integrante de la compañía, me comentaría lo mucho que les concierne eso mismo que yo había sentido los últimos días: “Nuestras formas de vida y de trabajo ya están muy marcadas por la individualidad. Estamos en una situación extraña porque, inevitablemente, el coronavirus fomenta estos modelos. Convierte al otro en enemigo. Si no nos podemos tocar, si no podemos pasar rato en el mismo espacio, corremos el peligro de perder la colectividad. Poner el cuerpo ya no sale gratis”.

¿Podremos salvarnos del virus y sus miedos sin perder el resquicio de esperanza que supone acercarnos al otro y cuidarlo?

Poner el cuerpo ya no sale gratis. ¿Cómo haremos frente a la no gratuidad del cuerpo entregado a los otros? ¿Podremos salvarnos del virus y su consiguiente alud de miedos sin perder el leve resquicio de esperanza que suponía acercarnos al otro y escucharlo, decirle, cuidarlo?

Yo sólo sé que ahora, justo después de casarme, me gustaría que cuando esté hablando de nosotros, hable en realidad de muchos, hable en realidad de todos.

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