Durante el confinamiento construimos una rutina extrañamente feliz

El otro día, mientras caminábamos hacia casa, mi hijo me cogió de la mano y me preguntó si creía que la vida volvería a ser normal

La nueva normalidad. Ilustración: JUÁREZ CASANOVA

Es raro que todo parezca tan lejano.

Mi hijo se está haciendo mayor. Lo es ya, secretamente, en algunas cosas. Por ejemplo: ha empezado a ser consciente de mis defectos, solo que todavía no se atreve a considerarlos como tales. Me protege.

No se me olvida el día en que volvió a ver a uno de sus amigos. Nos reuni­mos con él y con su madre en una plaza a medio camino entre su casa y la nuestra. Los niños jugaron un rato y luego comieron un helado mientras la madre de su amigo y yo conversábamos sentados en un banco. Fue una lágrima en medio del mar. Ninguno de los dos protestó cuan...

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Es raro que todo parezca tan lejano.

Mi hijo se está haciendo mayor. Lo es ya, secretamente, en algunas cosas. Por ejemplo: ha empezado a ser consciente de mis defectos, solo que todavía no se atreve a considerarlos como tales. Me protege.

No se me olvida el día en que volvió a ver a uno de sus amigos. Nos reuni­mos con él y con su madre en una plaza a medio camino entre su casa y la nuestra. Los niños jugaron un rato y luego comieron un helado mientras la madre de su amigo y yo conversábamos sentados en un banco. Fue una lágrima en medio del mar. Ninguno de los dos protestó cuando llegó la hora de separarse. Creo que lo estaban deseando. El mar éramos nosotros, la rutina extrañamente feliz que habíamos ahormado a lo largo de tres meses.

El despertar tardío; las clases online; el almuerzo sosegado; las horas de lectura con las que compraba horas de juego a la consola; las conversaciones; los bailes; el disco Las comarcales, de Víctor Coyote, que nos llegó en los primeros días y fue la banda sonora con la que nos deslizamos perezosamente en la extrañeza; los memes hilarantes; las horas de terraza; los paseos furtivos de madrugada; las películas… Una cada noche: antiguas, modernas, dramas, comedias. Muchas con niños: Los cuatrocientos golpes, La noche del cazador, La piel dura, Boyhood… Y muchas con niños en la II Guerra Mundial. Esperanza y gloria, Adiós, muchachos, Juegos prohibidos, La primavera de Christine…

Funcionó. En realidad, fue maravillosamente bien.

Desde entonces no ha pasado tanto. Hemos vivido un insólito fin de curso sin fiestas ni viajes ni notas; videoconferencias emotivas con sus profesoras y una paradoja a cada vuelta. En los parques los padres nos reunimos con mascarillas mientras nuestros hijos se entregan a una alborotada promiscuidad infantil. Poco a poco todo va siendo casi normal.

¿Quién se acuerda de la salida verde de la crisis? ¿Quién de introducir una mínima justicia en el reparto del bienestar? ¿Quién de poner coto al envalentonamiento del capitalismo tecnológico, al latrocinio social de empresas aterradoramente gigantes y a su monitorización de nuestras vidas? Al final, nuestro torpe ministro de Cultura va a tener razón: “Primero la vida y después el cine”. Estamos otra vez en eso. Es decir, en el combate corto por la vida frente a los sueños.

La utopía es hoy la mano al viento en los anuncios de coches, la playa coloreada, la cápsula contaminante de café que sin embargo venden como “infinitamente reciclable”. Anoche, una vecina del edificio contiguo me increpó por meter mi bolsa de basura en su cubo. Por la tarde había visto en el telediario a las mujeres de un pueblo casi linchando a cuatro inmigrantes argelinos. En la zona franca de Barcelona hay 3.000 trabajadores que van a perder su empleo por el cierre de una fábrica, y otros 20.000, indirectamente relacionados, que probablemente lo pierdan también. Todos necesitan que la rueda gire. Algunos pensamos que después del encierro seguiríamos escuchando el sonido de los pájaros. Tal como Víctor Coyote canta: “Dicen que es tarde / que nunca es tarde / claro que es tarde / es más que tarde”. No hace falta ponerse el casco de carburo para ver que la caverna es demasiado profunda, y las galerías, laberínticas. La historia se mueve a trompicones y aún necesitamos caer muy abajo para que el golpe sea lo suficientemente grande.

Todos necesitan que la rueda gire. Algunos pensamos que después del encierro seguiríamos escuchando el sonido de los pájaros

El otro día, mientras regresábamos caminando a casa después de pasar horas montados en una bicicleta, mi hijo me cogió de la mano y me preguntó si creía que la vida volvería a ser normal. No preguntó cuándo lo sería, preguntó si volvería a serlo. No estoy seguro de a qué se refería ni por qué lo hizo. Quiero decir: salvo por la anomalía puntual de la mascarilla, el día no había sido distinto de otros igualmente dichosos vividos antes. Tal vez esta constatación le abrió de golpe los ojos a todo lo que aún nos sobra: la espontaneidad refrenada con quienes no forman parte del círculo familiar, el miedo. O tal vez, regresando del ajetreo al confort hogareño, sintió un aguijonazo de duelo por el inexorable desmoronamiento de nuestra ya languideciente rutina de emergencia; las películas, los bailes, las largas comidas cocinadas con mimo, el tiempo concentrado en nosotros, el amor como sostén y refugio. Puede que no sea necesario elegir y que ambos extremos bulleran confundidos en su cabeza, al fin y al cabo los niños aspiran a conciliar alternativas para coger cuanto quieren de cada una. Mi parecer, en cambio, es que echaba de menos su propia inocencia. ¿Volverá a ser la vida normal? Pude responder con un indubitable no, pero por supuesto no lo hice. Acaba de cumplir 11 años. No estaría bien alimentarlo exclusivamente de hiperrealismo. Le dije que sí, que no se preocupara, que volveríamos a lo que fuera aquello, pero que la normalidad propiamente dicha no existía porque era siempre mejorable.

Esa noche vimos Johnny Guitar, el estupendo wéstern de Nicholas Ray en el que dos mujeres de fortísima personalidad se enfrentan a muerte en un drama sin solución: la cabaretera retirada que se ha hecho con un salón de juego en un poblacho ganadero al que próximamente transformará la llegada del tren en construcción y la mojigata hija de la oligarquía local, atormentada y enamorada en secreto de uno de los dos hombres que compiten por el corazón de su antagonista. Aunque desde el principio queda claro quién de ellas representa la luz y quién la oscuridad, la película está llena de matices. El amor no es sólo amor y el odio no es sólo odio. Asistimos al viejo conflicto del progreso frente al lastre de quienes rechazan cualquier cambio, pero también a la inquina de los prejuicios y la intolerancia frente a la confianza en la libertad y la posibilidad de redención, al peligro de la masa convertida en turba frente a la defensa de la ley y del raciocinio. Era tarde y estaba cansado por el largo día pedaleando, pero Juan, mi hijo, no pestañeó. Noté que aguardaba impaciente el desenlace y noté que, cuando llegó, no le satisfizo por completo. Perdía el mal, moría su cabecilla, pero la derrota no era tan estrepitosa como habría deseado: sobrevivían huestes capaces de prender algún día la mecha de otra locura. No pronunció palabra hasta que lo condujimos a la cama. Cerró los ojos y, antes de vencerlo el sueño, susurró: “Me gustó más La noche del cazador…, solo que esa era un cuento”. Fuera de nuestras ventanas, mientras me inclinaba para besarlo, no parecía ocurrir nada.

Marcos Giralt Torrente es escritor. Su último libro es ‘Mudar de piel’ (Anagrama).

‘Nueva normalidad’ es una serie de textos acerca de experiencias personales durante la pandemia.

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