Las cuatro obsesiones de la política migratoria europea
El olvido de la realidad por parte de la UE lleva a medidas simbólicas y carentes de compromiso
Las elecciones son sobre deseos, no sobre realidades. Según el historiador israelí Yuval Noah Harari, lo que se pregunta a los votantes es qué quieren, no cuál es la verdad. El problema es que sus deseos no siempre corresponden con la realidad. ¿Qué pasa cuando las políticas se rigen más por esos deseos —que en el ámbito de la inmigración son la otra cara del miedo— que por un análisis pausado de aquello que supuestamente pretenden abordar? Pasa que las políticas acaban siendo puramente simbólicas. Destinadas a satisfacer deseos inmediatos, olvidan la realidad.
En el ámbito de la políti...
Las elecciones son sobre deseos, no sobre realidades. Según el historiador israelí Yuval Noah Harari, lo que se pregunta a los votantes es qué quieren, no cuál es la verdad. El problema es que sus deseos no siempre corresponden con la realidad. ¿Qué pasa cuando las políticas se rigen más por esos deseos —que en el ámbito de la inmigración son la otra cara del miedo— que por un análisis pausado de aquello que supuestamente pretenden abordar? Pasa que las políticas acaban siendo puramente simbólicas. Destinadas a satisfacer deseos inmediatos, olvidan la realidad.
En el ámbito de la política migratoria europea, esto se traduce en cuatro obsesiones. La primera tiene que ver con la obsesión por la frontera geográfica. Sabemos que el grueso de la inmigración hacia Europa pasa por los aeropuertos. Por ejemplo, 9 de cada 10 ciudadanos africanos llega con visado y con los papeles en regla. Pero seguimos obsesionados con el control fronterizo. Así olvidamos regular vías legales y seguras para quienes lo necesitan y puertas de entrada para aquellos que necesitamos nosotros, nuestras sociedades envejecidas y nuestros Estados de bienestar precarizados.
También sufrimos la obsesión por la inmediatez. Democracia e impaciencia tienden a ser dos caras de la misma moneda: sin resultados inmediatos se teme perder la posibilidad de gobernar. Esto ha llevado, por ejemplo, a políticas desesperadas por reducir los cruces ilegales. No importa a qué coste en términos de derechos humanos o de cumplimiento de nuestra propia legalidad. Tampoco importa qué pasa a medio plazo, cuando la dependencia en los países vecinos (como ahora con Turquía) no solo nos amordaza, sino que además se nos puede volver en contra. Huir de esta inmediatez ciega requeriría abordar las causas en origen y, si queremos seguir con la externalización del control migratorio, pensar cómo hacerlo mejor.
Y luego está la obsesión por la seguridad. Seguridad y derechos se presentan a menudo como antitéticos. Pero la disyuntiva es falsa. No hay seguridad de unos sin derechos de otros. Hacia fuera, Europa no puede vivir ajena a lo que pasa en los países vecinos. No hay muros suficientes frente a la desesperación. Hacia dentro, no se pueden limitar los derechos de los que ya están. Los políticos prometen mano dura y más deportaciones. Pero sabemos que las deportaciones son pura ficción —si de lo que se trata es de reducir la inmigración irregular— y que la exclusión de hoy es el conflicto de mañana. Más que políticas de contención, necesitamos políticas para la justicia global y la inclusión social.
Finalmente, vivimos también atrapados en la obsesión de lo nacional. Tenemos una Unión Europea cuyos Estados miembros rehúyen cualquier compromiso en el ámbito migratorio. Sólo se habla de solidaridades voluntarias o flexibles, como si la solidaridad pudiera ser intermitente y revisable. La verdadera crisis no son los migrantes, sino esta Unión Europea dividida y recelosa. La solución pasa por entender que la defensa de lo propio pasa por el compromiso con los demás. La política migratoria o será europea o no será. Ello implica necesariamente un reparto equitativo (aunque deba hacerse bajo formas diversas) de la responsabilidad.
Blanca Garcés es investigadora en el Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB).