La matanza de iguala sacude méxico
La noche que devolvió la vida a los espectros
La tragedia de Iguala detonó una fulminante reacción social y marcó un cambio de ciclo político
México se abrazó al pasado. El 26 de septiembre de 2014, la desaparición y muerte de 43 estudiantes de magisterio detuvo el tiempo. Si a finales de aquel verano de 2014 el principal tema de debate eran las hechuras del futuro y flamante aeropuerto internacional de la Ciudad de México, diseñado por Norman Foster y paradigma de lo que iba a ser la era Enrique Peña Nieto, un mes después la escena nacional se pobló de hogueras, cadáveres y asesinos. La muerte, esa vieja amante de la cultura mexicana, se puso en pie sobre el horizonte político y trajo al presente la memoria de su historia más cruel. Las matanzas de Tlatelolco, Aguas Blancas y San Fernando volvieron esos días a desfilar ante los ojos espantados de millones de ciudadanos y elevaron al aire una pregunta cargada de pólvora: ¿Por qué ocurrió la tragedia de Iguala?
El interrogante ha pulverizado desde entonces todo lo que encuentra a su paso. Las diferentes respuestas ensayadas no han logrado contener su capacidad destructiva. La simbiosis del narco con la autoridad municipal, la ultraviolencia de Guerrero, con una tasa de homicidios 20 veces superior a la española y un PIB per cápita cinco veces menor, la corrupción endémica en ese estado o la rutina del crimen en masa que ha convertido ciertas zonas de México en tierras endemoniadas han funcionado como explicaciones necesarias, pero no suficientes de unos actos cuya barbarie hace saltar por los aires cualquier expectativa de racionalidad.
El relato oficial es conocido. La noche del 26 de septiembre casi un centenar de alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, semillero de legendarios guerrilleros como Lucio Cabañas o Genaro Vázquez, acudieron a Iguala de la Independencia (130.000 habitantes) con el objetivo de recaudar fondos para sus actividades y tomar por la fuerza unos autobuses con los que desplazarse días más tarde a la Ciudad de México para el aniversario de la matanza de Tlatelolco. Su llegada fue advertida por los halcones del narco. Inmediatamente alertaron al alcalde, un peón del sangriento cartel de Guerreros Unidos. Ante la posibilidad de que los normalistas pudieran reventar un acto electoral de su esposa, cerebro financiero de la organización criminal en Iguala y próxima candidata a la alcaldía, el regidor exigió pararles los pies. La orden devino en locura. Con la saña con la que se persigue a los carteles rivales, la policía municipal cubrió la ciudad de sangre. Dos estudiantes murieron ametrallados, a otro le desollaron el rostro y le arrancaron los ojos. Tres personas más, entre ellas un muchacho de 15 años, perdieron la vida a balazos al ser confundidos con normalistas. Decenas de estudiantes fueron detenidos y entregados, según la fiscalía, a los sicarios. El líder de Guerreros Unidos, Sidronio Casarrubias Salgado, informado por su lugarteniente de que los desórdenes habían sido causados por una banda rival, dio orden de “defender el territorio”. El infierno abrió sus puertas.
La hoguera que aquella noche probablemente iluminó el rostro de los criminales nunca llegó a extinguirse
Como si fueran ganado, los estudiantes, siempre según la reconstrucción oficial, fueron conducidos hasta un vertedero en la localidad vecina de Cocula. Unos quince, malheridos, murieron asfixiados durante el viaje. Los otros fueron ultimados uno por uno en el basurero. Los sicarios han declarado que con los cadáveres levantaron una inmensa y oscura pira. Apagadas las llamas, los restos fueron recogidos en bolsas de plástico negras y arrojados a un destino desconocido en las aguas del río San Juan.
Pero la hoguera que aquella noche probablemente iluminó el rostro de los criminales nunca llegó a extinguirse. Ni las más de 120 detenciones practicadas ni las abismales confesiones de los supuestos asesinos ni la confirmación por ADN de la muerte de un normalista desaparecido han bastado para apagar el fuego de la polémica. La pregunta, el porqué, ha detonado una reacción en cadena que se extiende mucho más allá de Iguala. En un país con 22.000 desaparecidos y 100.000 muertos por la guerra contra el narco, décadas de escepticismo han emergido con inusitada fuerza. No solo se trata de que los padres y las organizaciones internacionales que les apoyan cuestionen la versión oficial. El sueño de una edad de oro, cultivado desde 2012 con un amplio plan de reformas estructurales, se desvaneció y en su lugar, en medio de multitudinarias manifestaciones, tomó las calles la desconfianza hacia los políticos. Ningún partido se ha salvado de este cambio de ciclo. El PRD, la izquierda, entró en barrena por su apoyo al alcalde de Iguala, y hasta su líder espiritual y fundador, Cuauhtémoc Cárdenas, abandonó sus filas.
El PRI, que ejerció durante 70 años el poder hegemónico y que regresó con Enrique Peña Nieto bajo la promesa de abrir una nueva etapa, se vio tras Ayotzinapa contra las cuerdas. El presidente, bajo mínimos en las encuestas, intentó recuperar la iniciativa con una segunda agenda reformista. En cualquier otro país, las medidas anunciadas, como la desaparición de todas las policías municipales o la liquidación de ayuntamientos corruptos, habrían causado asombro, pero en México furor acogidas con tibieza. La causa va más allá del escepticismo que ha cundido entre la población. Como en una tormenta perfecta, la crisis de Iguala coincidió tanto con la revelación de las polémicas conexiones de un conocido contratista con la esposa de Peña Nieto y el todopoderoso secretario de Hacienda, (ahora ya retirado del puesto), como con la vertiginosa caída del precio del petróleo justo en el momento en que este mercado se abría por primera vez en 76 años al capital extranjero y privado. Dos mazazos que dejaron al país a oscuras con sus fantasmas. Unos espectros que desde entonces recorren, más vivos que muertos, las tierras de México en busca de una respuesta.