El resurgir del yihadismo

Un califato de impacto global

El avance del Estado Islámico en territorio de Irak y Siria reavivó una alianza internacional liderada por EE UU que ha logrado contener su expansión física pero no la ideología radical que alienta al grupo

La caída de Mosul en manos de uno de los grupos que combatían al Gobierno iraquí, el pasado junio, sorprendió al mundo, pero no a los habitantes de esa región del norte de Irak que durante meses habían visto deteriorarse la seguridad. La osadía de esos rebeldes, que poco después iban a rebautizarse como Estado Islámico (EI), supuso un salto cualitativo. Su amenaza ya no se limitaba a la autoridad de Bagdad sino que afectaba al equilibrio regional y, por ende, a EEUU. Poco después, Washington formaba una alianza internacional para responder al desafío, pero las operaciones militares sólo han contenido su expansión, mientras la ideología radical que los alienta encuentra eco en los lugares más insospechados.

EI son las nuevas siglas del grupo antes conocido como Estado Islámico en Irak y el Levante (en referencia a la gran Siria), y antes aún como Estado Islámico en Irak. Aunque éste surgió de la rama iraquí de Al Qaeda, terminó rompiendo lazos con la organización madre a raíz de su expansión a Siria, en contra de las consignas de sus dirigentes. El nombre elegido hace referencia a un gobierno ideal basado en la ley islámica y que se asocia con los primeros tiempos del islam.

La audacia de su líder, Abubakr al Bagdadi, al declarar un califato sobre el territorio que controla en el noreste de Siria y noroeste de Irak ha provocado tanto la furia de las autoridades islámicas establecidas como las simpatías de numerosos musulmanes suníes que se sienten excluidos. Los suníes sirios llevan décadas sometidos al clan gobernante de la minoría alauí; al otro lado de la frontera, el ascenso de la mayoría chií tras el derribo de Sadam Husein por EEUU ha supuesto no sólo pérdida del poder, sino marginación y revancha.

Pero incluso fuera de ese entorno sectario, las tácticas brutales de las huestes del EI han encontrado eco gracias a su astuto uso de las redes sociales. Desde Filipinas hasta Nigeria, grupos insurgentes islamistas han jurado obediencia al autoproclamado califa. Más peligroso aún, jóvenes europeos conversos o musulmanes emigrantes de segunda o tercera generación, incluidos algunos españoles, se han sentido atraídos por la ideología, la aventura o la paga que ofrece.

El reto es formidable. Ante el apoyo de sectores de la población local o el riesgo de operaciones suicidas de lobos solitarios, de poco sirven los bombardeos aéreos, tal como reconoció el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, a principios de diciembre. Pero cualquier otra estrategia se enfrenta a dificultades enormes. Para empezar, los regímenes autoritarios de la zona, con Arabia Saudí a la cabeza, plantean el asunto en términos de lucha antiterrorista y se niegan a ver que la falta de participación, de apertura y de oportunidades para la mayoría de la población alienta las simpatías hacia el EI.

Además, la paranoia de las monarquías árabes suníes con el Irán chií dificulta cualquier intento de racionalización. En ausencia de las libertades básicas, la división sectaria resulta muy útil para señalar un enemigo externo. Mientras, en la República Islámica se opta por responsabilizar a Estados Unidos y sus aliados árabes del extremismo suní, rechazando que las políticas sectarias practicadas en Irak o su apoyo al régimen de Damasco tengan alguna responsabilidad en la alienación de esa comunidad.

Ante el apoyo de sectores de la población local o el riesgo de operaciones suicidas de lobos solitarios, de poco sirven los bombardeos

De ahí, la paradoja de que Washington y Teherán estén combatiendo a un enemigo común en el EI mientras mantienen la retórica del enfrentamiento, sus diferencias en Siria y el diálogo nuclear. De ahí, también la peculiar situación de Arabia Saudí que se siente amenazada por el EI, cuya ideología panislamista parece calcada de la que la monarquía ha utilizado durante años para hacer frente al nacionalismo árabe. Más allá de que el terrorismo cruce sus fronteras (el EI ya se ha responsabilizado de un par de atentados dentro del país), el Reino del Desierto teme que sus súbditos vean una alternativa atractiva en el califato de Al Bagdadi.

No es casualidad que al frente de la escuadrilla que los saudíes han contribuido a la coalición internacional se halle el príncipe Khaled Bin Salman, uno de los hijos del heredero del trono. Sin embargo, las draconianas medidas adoptadas por Riad (y casi calcadas por Emiratos Árabes Unidos) corren el riesgo de causar justo el efecto contrario, radicalizar a los opositores a los que se les cierra cualquier vía de contestación pacífica.