MUERTES QUE MARCAN ÉPOCAS

El adiós del maquinista de la Transición

El fallecimiento de Adolfo Suárez cristalizó un rara muestra de unidad ciudadana en torno a su figura política

La muerte de Adolfo Suárez, el 23 de marzo de 2014, dio origen a una rara muestra de unidad  en torno a la memoria de un político, en un tiempo de agudo pesimismo sobre el conjunto de las personas dedicadas a la vida pública. Millares de ciudadanos acudieron físicamente a los actos de despedida de quien presidió el Gobierno entre julio de 1976 y febrero de 1981. Y lo hicieron probablemente porque encarnaba cuanto se echa de menos en la dirigencia actual: liderazgo y convicción, coraje frente a los desafíos, capacidad de consenso y un interés general valorado por encima del interés partidista.

El rey don Juan Carlos le colocó en suerte para barrer a la clase política heredada del franquismo, que dudaba entre mantener el autoritarismo o dar paso a una democracia falseada. Y Suárez demostró ser la persona adecuada en el momento oportuno. Las circunstancias le situaron como maquinista del tren de la Transición en el viaje hacia una democracia de corte europeo, y su pasado como político procedente del Movimiento Nacional le espoleó para recorrer un trayecto al que otros se habían resistido. Fueron los tiempos de los Pactos de la Moncloa y de la Constitución, pero también los de la implantación de elementos modernizadores como el impuesto sobre la renta. No hubo ruptura respecto al régimen precedente, sino una reforma pactada para transformarlo.

Tampoco existió pizarra alguna con el diseño del plan de viaje; solo unas cuantas ideas fundamentales y una capacidad grande de reaccionar ante los frecuentes conatos de desestabilización protagonizados por mandos del Ejército heredado de Franco, azuzados por la legalización del Partido Comunista (su enemigo desde la Guerra Civil) y los zarpazos terroristas.

El rey juan carlos le colocó en suerte para barrer a la clase política heredada del franquismo

Suárez ganó las primeras elecciones generales tras la dictadura, el 15 de junio de 1977, y antes y después de ellas contó con la colaboración de actores políticos que trabajaron intensamente (del PSOE al PCE, los nacionalistas o Manuel Fraga) para lograr lo fundamental: poner fin a las divisiones de la Guerra Civil y de la dictadura, llevando a cabo la política de lo posible. Esa misma que hoy se juzga con tanta severidad en un contexto completamente distinto.

El problema de Suárez es que se presentó a las segundas elecciones generales, en 1979, y volvió a ganarlas. Ahí empezó el desgaste. Con rapidez se instaló un clima de desencanto hacia la democracia recién estrenada. El partido político que había creado, la UCD, evidenció amplios  desacuerdos entre las facciones que lo componían, precipitadamente unidas en aras de cumplir el papel de partido presidencial. El jefe del Gobierno recibió el acoso de un PSOE cuyos  dirigentes principales no veían la hora de tocar el poder. El rey don Juan Carlos perdió gran parte de la confianza que había depositado en Suárez. Todos estos factores provocaron la renuncia del presidente. Ya dimisionario, se enfrentó a los golpistas del 23-F en el Congreso con gestos de valor que redondearon su temprano paso a la Historia.

Las fuerzas vivas le dejaron caer demasiado pronto, pensando que su tiempo había pasado. De la brillantez al olvido solo mediaron fugaces intentos de recuperarse al frente del partido centrista CDS. Tardíamente, la memoria de Suárez ha recobrado el consenso que se merecía por una obra política fuera de lo común.