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El perro blanco de Móstoles

Existe una web que aglutina las imágenes de varias cámaras de seguridad de todo el mundo

Este verano pasé horas en una playa de Asturias viendo en directo la playa Cesenatico, en la Emilia-Romagna, en el norte de Italia. Observar los cientos de personas y los cientos de sombrillas de colores invadiendo la playa italiana tranquilizaba mi corazón insatisfecho que casi nunca quiere estar donde realmente está.

Me he vuelto adicta a una web de cámaras de seguridad de diferentes puntos del mundo. En ella hay playas, carreteras, locales, parques, bares e iglesias que no conozco y que, por tanto, me interesan. Se trata de un directorio de cámaras de vigilancia IP públicas sin prot...

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Este verano pasé horas en una playa de Asturias viendo en directo la playa Cesenatico, en la Emilia-Romagna, en el norte de Italia. Observar los cientos de personas y los cientos de sombrillas de colores invadiendo la playa italiana tranquilizaba mi corazón insatisfecho que casi nunca quiere estar donde realmente está.

Me he vuelto adicta a una web de cámaras de seguridad de diferentes puntos del mundo. En ella hay playas, carreteras, locales, parques, bares e iglesias que no conozco y que, por tanto, me interesan. Se trata de un directorio de cámaras de vigilancia IP públicas sin protección, ya sea porque mantienen la contraseña por defecto o no cuentan con medidas mínimas de seguridad. En la web se amontonan unas 2.000 retransmisiones en directo -aunque llegó a tener más de 73.000 cámaras listadas- que le permiten a una tener la mente en Wilkesboro y el cuerpo en Usera.

Entre mis favoritas se encuentran la de una oficina en Blairsville, Estados Unidos, una ferretería en Ankara, Turquía, una floristería en Grado, Italia, la de una fábrica en Vladikavkaz, Rusia, una joyería en Pilsn, en República Checa y la de una capilla en Spijkenisse, Países Bajos. Me gustan éstas y no otras porque son las que mejor muestran la cotidianeidad del mundo. En ellas, aparecen cuerpos de hombres y mujeres que entran, charlan, gesticulan. No hay sonido, así que me suelo quedar un rato mirándoles hasta que se van y siento el abandono.

“Para entender la realidad, para profundizar en los arcanos de nuestra identidad, necesitamos experimentar el mundo como artificio y representación, como una performance social, pero también mental y espiritual” dice el poeta y artista Gabriel Ventura en El mejor de los mundos posibles (Nuevos Cuadernos Anagrama). En este ensayo, Ventura se centra en explicar el reality shifting una práctica que surgió durante la pandemia del COVID-19 y que consiste en “trasladar” la conciencia o realidad actual (CR) hacia una realidad deseada (DR), que puede ser un mundo ficticio de la literatura o el cine o un mundo inventado. Cuentan algunos usuarios en los foros de Reddit que hay gente que se ha ido a una realidad deseada y que no ha vuelto. Como aquel al que le dio un mal viento y ahí se quedó.

Aunque llevo desde niña practicando modelos similares al reality shifting como, por ejemplo, el “estar en Babia”, este verano ha sido la primera vez que he sentido el miedo de irme y no volver. Estaba con mi madre, en el salón de mi casa, en Madrid. Sonaba de fondo el ‘Hoy por Hoy’ y la voz de José Luis Sastre dando las cifras de los últimos asesinados en Gaza. Mi madre releía unos papeles sobre la herencia de mi padre y yo pensaba en cómo huir de esta realidad e irme a otra un poco más apetecible. Entré en mi página de vidas ajenas favorita e hice click en la cámara que más me ha reconfortado este verano. No está ni en Italia, ni en Francia, ni siquiera en una playa paradisíaca en Grecia: está en Móstoles.

En ella se muestra lo que parece la entrada de una casa. Hay un camino asfaltado, con arbustos a los lados y unas pequeñas flores rosas que se asoman por el margen inferior izquierdo. Al fondo, una valla metálica. A veces la valla se abre y entran viandantes que cruzan el camino asfáltico hasta desaparecer frontalmente, como si se integraran en el cuerpo de quien los mira. Si tengo suerte aparecerá el individuo al que busco: un perro. Un perro blanco, de tamaño medio y pelo largo que se asoma –supongo- cuando escucha jaleo en la calle. Se coloca cerca de la valla y se queda un buen rato esperando. A veces de pie, a veces tumbado.

Aquel día de verano, con mi madre y la muerte sonando de fondo quise mucho no estar donde estaba y pasé un buen rato mirando al perro blanco de Móstoles. Me quedé como quien mira las obras desde un banco, a sus hijos jugar en un parque, al amor de su vida tumbado al sol. No sé cuánto tiempo pasó, si 15 minutos o una hora. Sé que podría ir a hacerle una visita, verlo en vivo y en directo, acariciarlo, pero siento que igual ya es tarde. Que, como dice Gabriel Ventura, me he acomodado a una vida en la que experimento el mundo “como artificio y representación”.

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