Un desván sin ventilación por 430 euros: el mercado negro de los zulos para migrantes en Madrid
Una mujer alquila un bajo en la zona de Prosperidad a siete personas, la mayoría colombianos y venezolanos. Saca por el piso más de 1.800 euros al mes en negro y cobra hasta por un trozo de salón
Al cruzar el umbral del número 10 de la calle de Marcenado, uno se da cuenta pronto de que no es una vivienda. Detrás de la puerta de la entrada hay colgada ropa que no cabe en ninguno de los cuatro cuartos improvisados con paredes de pladur de este bajo que, antes de convertirse en un zulo carísimo para migrantes, funcionaba como bar de copas. A la izquierda, una barra demasiado grande para las dimensiones de un salón donde hasta el sofá se alquila; y en frente, un pasillo con dos puertas. El único baño, al fondo a la derecha. En esta ratonera enmohecida, sin ventanas ni apenas oxígeno, convi...
Al cruzar el umbral del número 10 de la calle de Marcenado, uno se da cuenta pronto de que no es una vivienda. Detrás de la puerta de la entrada hay colgada ropa que no cabe en ninguno de los cuatro cuartos improvisados con paredes de pladur de este bajo que, antes de convertirse en un zulo carísimo para migrantes, funcionaba como bar de copas. A la izquierda, una barra demasiado grande para las dimensiones de un salón donde hasta el sofá se alquila; y en frente, un pasillo con dos puertas. El único baño, al fondo a la derecha. En esta ratonera enmohecida, sin ventanas ni apenas oxígeno, convivieron al menos seis meses dos venezolanos y cuatro colombianos. “Últimamente, también un catalán”, apuntaba uno de los inquilinos, mientras señalaba un rincón en el suelo. Por este espacio de no más de 50 metros cuadrados, entre todos pagaban puntualmente cada mes unos 1.800 euros. A finales de marzo, la casera los echó a todos de allí.
Antes de ser la primera casa de Pamela y Diego (nombres ficticios) en Madrid, a este bajo lo conocían en el barrio de Prosperidad como el pub Kepim Kepam, el Berdi, el Topaz, o simplemente, el bar que hay al lado del lavadero de coches de la calle. Hasta hace una semana, esta pareja pagaba por vivir en un cuartucho de ese local 430 euros; otro compañero colombiano pagaba 450 por un rincón de menos de tres metros cuadrados con un colchón individual; el que vivía en la entrada, 380, y otro más, 350, estos últimos de dimensiones similares. El sofá también tenía precio: 250 euros, aseguran los inquilinos, aunque el que lo utilizaba solo lo hacía por la noche, cuando volvía de trabajar.
EL PAÍS ha contactado con la casera, quien ha negado tener algún tipo de vinculación con el bajo alquilado. Pero este periódico ha podido comprobar que allí sí vivían las siete personas y que las cartas llegaban a esa dirección bajo el nombre de esta mujer. Además, ha tenido acceso a las conversaciones de WhatsApp en las que ella reclamaba el pago del alquiler en efectivo y mensajes y audios en los que les pedía a sus inquilinos que dejaran la vivienda antes de que acabara marzo. Al ser consultada por este diario, ella ha insistido: “Yo no tengo nada que ver ahí”.
El espacio donde vivían Pamela y Diego era un desván de no más de 1,30 metros de alto, al que era necesario acceder por una escalera de madera pegada a la pared. De las cuatro mal llamadas habitaciones de este antiguo bar, la suya era la que menos se parecía a una habitación. “Ni siquiera podemos ponernos de pie”, se quejaba Pamela. Podría ser perfectamente un altillo para guardar maletas.
En una búsqueda rápida de Idealista, en Madrid hay disponibles más de 1.180 habitaciones por menos de 430 euros. Incluidas 44 en el distrito Centro y 11 en el lujoso barrio de Salamanca. Si tuvieran alguna posibilidad de elegir y optaran por no moverse de zona, en el momento en el que se escriben estas líneas, hay cuatro habitaciones disponibles por la mitad de precio en el mismo barrio de Prosperidad, con sus ventanas, sus mesitas de noche, su armario. Pero esta pareja de 40 y 35 años —ella venezolana que huyó del hambre a Colombia y él, de Bogotá—, que llegó en octubre a buscarse la vida a España y tratar de salvar la de su familia desde aquí, ni siquiera pueden acceder a la tortura de buscar un piso o una habitación compartida en la capital. Y, como ellos, tantos migrantes que no existen en las cifras del mercado del alquiler y encuentran sitios como este en páginas de Facebook.
—¿Por qué se vinieron a vivir aquí?
—Esto es lo que hay para nosotros.
Ella es manicurista y él, barbero. No cobran mal, si se tienen en cuenta las condiciones infrahumanas en las que habitaban hasta hace poco. Consiguieron trabajo pronto, apenas un mes después de aterrizar en Madrid (ella) y en Mallorca (él). Y, dependiendo del mes, de los trabajos dobles, de alguna propina, a veces pueden juntar 2.000 euros. A finales del año pasado, decidieron mudarse juntos a un piso en Madrid. Pero sin nómina, aval, residencia ni papeles, se convirtieron pronto en la carne de cañón del mercado negro de la vivienda para migrantes en Madrid. Cuchitriles a precio de oro como este.
Sin que una autoridad persiga este tipo de chanchullos, porque a ninguno de los afectados le interesa llamar la atención de la policía, miles como ellos sobreviven en sótanos inmundos a los que algunos caseros les sacan más por metro cuadrado que un propietario de Malasaña. En diciembre de 2022, este diario mostró un espacio similar en Usera en el que convivían 20 personas, incluidas dos niñas y dos bebés, por el que unas familias colombianas, peruanas y venezolanas pagaban más de 2.500 euros al mes.
El único rincón íntimo de Pamela y Diego en España tenía un corazón de plástico gigante pegado a la pared y un colchón de matrimonio en el suelo —que ni siquiera venía incluido en el precio— al que había que entrar gateando. “Acá solo puedes estar tumbado”, describía Diego en cuclillas, rozando su cabeza con el techo. A un lado de la cama, el calentador de agua; y debajo de ellos, la única ducha de la que disponían los siete inquilinos. Cada día, subían y bajaban esos endebles escalones de madera al menos dos veces — “Yo ya los bajo rápido, no se crea”, bromeaba Pamela— y en un espacio de no más de dos metros cuadrados debajo de la escalera, guardaban bolsas de arroz y de pasta, junto a los zapatos, abrigos y ropa doblada. La puerta de metal que conecta su habitáculo con el pasillo la cerraban cada día con un candado. Un martes de mediados de marzo, tuvieron que abrir la puerta de la calle, la única corriente de aire posible, para que se secara la ropa tendida.
El 16 de marzo, la mujer que les alquilaba la casa les envió unos audios a los que ha tenido acceso EL PAÍS. En ellos, reconocía no ser ella la propietaria del bajo, sino otro señor. Y les lanzaba un aviso: tenían que marcharse de ahí antes de que terminara el mes. El motivo era que el dueño quería hacer unas obras y tenía que devolverle el piso “pelado”. Es decir, sin migrantes ni paredes falsas. Nada que hiciera sospechar que ahí vivían hacinadas siete personas, dos de ellas durmiendo con cojines en el suelo del salón.
Pamela se estresó mucho el día que recibió el mensaje de que se tenían que ir, porque vivir en el desván más caro de Madrid es mejor que verse en la calle. La casera les dio un plazo de dos semanas. El 21 de marzo, les envió otro mensaje de voz con una propuesta, que les hizo también al resto de sus inquilinos: “Como me comentaste que no encontrabas habitación porque para pareja es complicado, me acaban de avisar de un piso en Vallecas… Pero el piso es mucho mejor que el que están ahorita en Marcenado. El precio sí va a variar un poco porque me va a salir más caro alquilarlo. Marcenado me sale por casi 800, en cambio, aquí me va a salir por 1.100 y aparte los servicios. Mínimo me tiene que quedar un margen de ganancia de 450, porque, si no, no me renta. Así que si están de acuerdo, me lo comentan”. Es decir, la casera está ganando, según sus propios cálculos, 1.000 euros al mes por el zulo de Prosperidad. Al ser cuestionada por este periódico, ha rechazado dar ningún tipo de declaración al respecto.
“Sabemos que está abusando de nosotros porque no conocemos las leyes de acá. Si yo estuviera en mi país, la denuncio”, cuenta indignada Pamela. Ninguno de los de Marcenado aceptó la oferta de irse a otro de los pisos que alquila. Pero quién sabe si alguien más, quizá recién llegado, lo hizo.
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