Las niñas
Las menores tuteladas de la Comunidad de Madrid han vivido un infierno que nos atañe a todos y que tenemos que aprender a ver
Hay reportajes que son como un pozo. La historia de las menores tuteladas por la Comunidad de Madrid que han acabado prostituidas es uno de ellos. Una niña de 14 años se fuga de su centro de acogida en búsqueda de un padre que la abandonó a los cuatro y que termina regalándola a un tipo por una bolsa de cocaína. De mal en peor, de tumbo en tumbo, la niña va descendiendo en círcu...
Hay reportajes que son como un pozo. La historia de las menores tuteladas por la Comunidad de Madrid que han acabado prostituidas es uno de ellos. Una niña de 14 años se fuga de su centro de acogida en búsqueda de un padre que la abandonó a los cuatro y que termina regalándola a un tipo por una bolsa de cocaína. De mal en peor, de tumbo en tumbo, la niña va descendiendo en círculos en un viaje espeluznante de varios meses hasta el último infierno, que se encuentra en un fumadero de cocaína y de crack en un poblado chabolista cercano a San Fermín, de donde la rescató la policía, adormilada y sucia, al lado de dos yonquis, para volver a internarla en otro centro.
La mayoría de expertos que trabaja con estos menores heridos por el abandono explica que lo único que puede salvarles consiste en que establezcan un vínculo afectivo con sus mediadores, con sus educadores o con sus padres de acogida, para, apoyándose en él, reconstruir una personalidad agrietada y frágil. No es fácil aceptar que las personas destinadas a cuidar de ti y quererte no pueden o no quieren hacerlo. Esa falta de afecto es algo que se arrastra toda la vida, como una mancha de nacimiento en la cara, como un injusto pecado original.
Pero el vínculo afectivo -llamémosle vínculo pero también se le puede denominar simplemente cariño- constituye también su perdición en algunas ocasiones. La niña de 14 años de esta historia buscó y encontró a su padre, adicto a la droga, sin domicilio fijo y sin trabajo, y fue capaz de prostituirse para procurarle la cocaína. Se enganchó a su lado. No concibo una necesidad de amor más absoluta y más dañina a la vez. No concibo a nadie más vulnerable.
Dirán que contra esto es muy difícil pelear, que no hay quien lo cambie. Y tendrán razón. Pero existen educadores, centros de acogida puntuales, profesionales y profesores que, como verdaderos héroes del día a día, siempre al lado del pozo, consiguen, ejercicio a ejercicio, tarea a tarea, semana tras semana, atraer a algunas de estas niñas a la zona buena. Ojalá lo consigan con la niña de esta historia. No puedo imaginar una ocupación más noble y más urgente, más necesaria. Ella seguirá llevando la mancha en la cara, ese pecado original del que no tiene ninguna culpa, pero molestará menos, importará menos, condicionará menos.
Cuando pienso en algunos educadores o en determinados pisos de acogida que funcionan como salvavidas, me acuerdo de lo que decía Italo Calvino en Las Ciudades Invisibles sobre las dos maneras que hay de enfrentarse al infierno. Una, aseguraba el escritor italiano, es aceptarlo y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La otra es mucho más difícil: “Consiste en buscar qué y quién, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
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