Discurso de amor

A ciertas edades es muy difícil sentir cosas nuevas

La enfermera Amy Stuart abraza un oso de peluche mientras duerme en una unidad quirúrgica móvil durante la Guerra del Golfo, Arabia Saudí, 1991.Getty

Los discursos de odio son como el ruido de los extractores de cocina: uno solo comprende lo mucho que le estaban crispando hasta que se apagan un rato y se recupera la paz. La semana pasada me llegó al WhatsApp una foto de una puerta. Para cualquier otra persona esa puerta no significaría nada pero yo la reconocí inmediatamente. Cuando era una adolescente salí por ella cientos de veces con la cabeza medio mojada, los oídos taponados y el rostro ablandado. Era de noche y mientras fuera en las calles el líquido de las tuberías se convertía en estalactitas, tras aquel quicio había un recinto cons...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Los discursos de odio son como el ruido de los extractores de cocina: uno solo comprende lo mucho que le estaban crispando hasta que se apagan un rato y se recupera la paz. La semana pasada me llegó al WhatsApp una foto de una puerta. Para cualquier otra persona esa puerta no significaría nada pero yo la reconocí inmediatamente. Cuando era una adolescente salí por ella cientos de veces con la cabeza medio mojada, los oídos taponados y el rostro ablandado. Era de noche y mientras fuera en las calles el líquido de las tuberías se convertía en estalactitas, tras aquel quicio había un recinto construido por el estado de bienestar donde el agua pasaba a ser vapor. En medio de unas heladas criminales, una bañera gigante llena de agua caliente nos brindaba a los niños la inaudita oportunidad de hacer largos en una época del año en la que hasta entonces solo era posible nadar en sueños. Qué bien estábamos. En las invernales tardes de sábado de una ciudad de pasado industrial y temperaturas gélidas la apertura de la piscina climatizada pública fue todo un acontecimiento.

Así que cuando aquella foto llegó a mi teléfono recordé todos esos momentos de mi infancia y después entendí perfectamente lo que me quería decir quien me la enviaba: ahí dentro, en ese preciso instante, en las mismas instalaciones deportivas públicas, estaban vacunando a un ser muy querido en edad de riesgo. Esta vez mi padre iba a salir por aquella puerta con la Pfizer puesta. De nuevo, otro gran acontecimiento. Se me empañaron los ojos como los cristales de una piscina climatizada. Nadie me había avisado de este efecto secundario de la vacuna: a ciertas edades es muy difícil sentir cosas nuevas. El corazón se endurece, las mandíbulas se aprietan, las compuertas se cierran. Y sin embargo ahí estaba yo, estrenando una emoción... Quienes también lo hayan sentido ya saben a qué me refiero: una mezcla de alivio, vértigo y alegría suprema. Una forma de afecto que no va dirigida solo a la persona concreta que desde ese momento ha entrado a formar parte del club de los protegidos, sino también a la comunidad genérica que ha conseguido que lo que hace un año parecía un milagro ahora se esté haciendo realidad. Un pequeño orgullo individual que tiene que ver con la certeza de estar formando parte de algo grande y plural.

En las últimas semanas he visto en redes a mucha gente disculpándose por no poder reprimir el impulso de informar al prójimo de que su padre, su madre, su abuela, su hermana, su hija o su pareja ya han sido vacunados. Como si fuese mucho más inteligente difundir un discurso de odio que uno de amor. Como si tuviésemos terminantemente prohibido apagar el extractor.

Sobre la firma

Más información

Archivado En