En busca del tiempo perdido

Atrapados en esta ciudad sin poder ver a muchos de nuestros seres queridos sentimos que la vida se nos está escapando a lo tonto

Julita Salmerón con su nieta en 'Muchos hijos, un mono y un castillo'.

Con esto de la pandemia me pasa un poco como a Julita Salmerón, la excéntrica señora de Muchos hijos, un mono y un castillo, quien un buen día siente que le fallan las piernas y entonces le entra muchísima prisa por divertirse. A mí las extremidades me responden de forma eficiente, pues aún estoy bastante lozana, pero me han salido en la cabeza unas canas plateadas como antenas de radioaficionada que me han hecho captar perfectamente la idea de que me estoy haciendo vieja.

Cuando miro a mí...

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Con esto de la pandemia me pasa un poco como a Julita Salmerón, la excéntrica señora de Muchos hijos, un mono y un castillo, quien un buen día siente que le fallan las piernas y entonces le entra muchísima prisa por divertirse. A mí las extremidades me responden de forma eficiente, pues aún estoy bastante lozana, pero me han salido en la cabeza unas canas plateadas como antenas de radioaficionada que me han hecho captar perfectamente la idea de que me estoy haciendo vieja.

Cuando miro a mí alrededor me doy cuenta de que es generalizado. Todo el mundo está desmejoradisimo, con la frente llena de arrugas de expresión, unos bolsones impresionantes bajo los ojos y una palidez propia de bohemios tísicos. Atrapados en esta ciudad sin poder ver a muchos de nuestros seres queridos sentimos que la vida se nos está escapando a lo tonto y para no pensarlo mucho bebemos cañas patrocinadas por Ayuso como locos.

De todas las cosas que me impresionan de la campaña electoral que se celebra en estos días, y hay mucho donde elegir (esa señora apelando a la xenofobia y atacando a niños para ganar votos es un género de terror por derecho propio), la que más me alucina es que ninguno de los que quiere arrebatarle el trono de la Comunidad a la actual Presidenta diga que el hecho mismo de haber convocado elecciones anticipadas es para echarse las manos a la cabeza; no porque cuesten mucho dinero (que también) sino porque implican dejar que los minutos, las horas, los días sigan pasando, pasando y pasando cuando hay un virus imprevisible por ahí suelto mutando, mutando y mutando.

Los Santolaya son los responsables de que en el Palacio de Liria los carrillones den la hora con precisión y en la Puerta del Sol suenen las campanadas puntualmente.

El pasado viernes estaba yo estirando -estirando, estirando- más allá de lo legal un día que ya era noche y se había convertido en sábado, cuando alguien que había bebido bastantes cañas ayusas me contó la alucinante historia de los Santolaya, una familia de maestros relojeros que tienen su diminuto taller en la Plaza de Olavide y que desde hace seis generaciones ponen a punto cronógrafos de pulsera carísimos y piezas decorativas complejísimas.

Ellos son los responsables de que en el Palacio de Liria los carillones den la hora con precisión, en la Puerta del Sol suenen las campanadas puntualmente y en la Zarzuela siga funcionando el fastuoso reloj con cuatro fachadas que no solo muestra los los meses, las fases de la luna, la duración de los días, los solsticios y los equinoccios sino también las fiestas móviles (Ceniza, Pascua, Ascensión, Pascua del Espíritu Santo, Corpus Christi e Indicción romana), el flujo y reflujo de las mareas en Calais, Dunkerque, Dieppe y Texel y las salidas y las puestas del sol en la mayor parte del mundo, incluyendo Madrid. No hay mayor expresión de civilización ilustrada que la alta relojería. Ni mayor escenificación de la barbarie medieval que disponer de la vida de los demás como si fuese propia. Quien no respeta el tiempo ajeno no respeta nada.

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