Prostitución callejera bajo el influjo de la pandemia
Las mujeres que ejercen en el polígono de Villaverde Alto mantienen a sus clientes habituales, pero les han subido los precios
Asunta se baja del autobús que la deja a solo unos metros de la calle de San Cesario del polígono de Villaverde Alto. Se sienta en su silla de plástico rojo y cambia sus deportivas por unas botas negras de tacón alto que le cubren hasta la mitad de los muslos y que guardaba en el bolso. El resto del uniforme (minifalda de tela escolar, sudadera corta, ombligo al aire, carmín en los labios, azul en la mirada, dos estrellitas negras bajo las cejas y el pelo recogido en una corta cola de caballo) lo trae puesto de casa. Habla distraída, casi sin prestar atención a los pocos coches que pasan. Los ...
Asunta se baja del autobús que la deja a solo unos metros de la calle de San Cesario del polígono de Villaverde Alto. Se sienta en su silla de plástico rojo y cambia sus deportivas por unas botas negras de tacón alto que le cubren hasta la mitad de los muslos y que guardaba en el bolso. El resto del uniforme (minifalda de tela escolar, sudadera corta, ombligo al aire, carmín en los labios, azul en la mirada, dos estrellitas negras bajo las cejas y el pelo recogido en una corta cola de caballo) lo trae puesto de casa. Habla distraída, casi sin prestar atención a los pocos coches que pasan. Los conductores (siempre hombres, siempre solos, de mediana edad, casi todos españoles) reducen la velocidad para echar un vistazo y decidir si parar o seguir buscando.
Cuando se quita el mono de trabajo, Asunta es Diego, un chico ecuatoriano de 32 años, de apariencia delicada y rostro agradable. Se levanta tarde, sale de fiesta con sus amigas los sábados, lleva a su madre a pasear cuando ella tiene unas horas libres y los domingos hace maratones de series en Netflix sin salir de las abrigadas mantas de su cama. Vive con una amiga en una calle con nombre de promesa: Amor hermoso; comparten un piso pequeño pero bendecido por un altar formado por, al menos, 15 santos, decenas de velas, flores de plástico y un gran plato de gominolas. Diego, vestido de Asunta, se santigua antes de salir de casa.
En otra época, cuando no había pandemia, toques de queda ni medidas para prevenir contagios, las chicas de su calle sabían que la tarde iba a flojear si la veían parada en su silla. “Si Asunta no está trabajando es que no hay trabajo”, comenta ella misma con una sonrisa. El coronavirus ha reducido la actividad de este polígono del sur de Madrid, el mayor mercado del sexo de España, a tal extremo que pocas recuerdan una época peor. “Los sábados a las 6 de la mañana, por ejemplo, esto era un cocherío, yo sacaba más que en toda la semana; ahora solo vengo de lunes a viernes, unas horas por las tardes, porque no hay nadie”. Sobrevive gracias a sus clientes habituales, a los que cobra más caro porque les trata con más cariño y pasa más tiempo que con los nuevos. Asunta atiende a hombres de todas las edades y los acompaña en todas las etapas de su vida. “Algunos los conozco como solteros, casados y con hijos. Les digo ‘veo que ya tienes la sillita atrás, ¿ya eres papá?’, pasan su vida conmigo”.
Se mudó a España con 24 años, animado por su madre que trabaja en Madrid como auxiliar de enfermería en un centro geriátrico. “En Ecuador no pasé pobreza, estudiaba en la universidad la licenciatura de Inglés, pero como me salió la visa, lo dejé para venirme aquí”, cuenta. A los pocos años de llegar, simplemente, ocurrió. Una noche, hace ahora seis años, Diego se vistió de Asunta y eligió una calle de la sección latina del polígono, la misma donde aún sigue cobrando las tarifas consensuadas por todas las trabajadoras, aún vigentes: 10 euros el francés, 20 el completo.
“¿Opción? Aquí casi todas somos migrantes, mujeres y transexuales. De las pocas opciones que tenemos, hemos elegido la que nos parece menos jodida”, cuenta Antonella, una de las prostitutas del polígono
En la acera de enfrente hay tres sillas vacías. A los pocos minutos, llega una furgoneta negra. Una mujer alta sale de la parte de atrás, va vestida con un abrigo de plumón largo que deja siempre abierto para mostrar un escote abismal de unos grandes pechos de silicona. Impertérrita, ocupa una de las sillas. Es Antonella. Al rato, torciendo la esquina, aparece Marcela, vestido de licra corto y negro, más recatada. Ambas se conocen desde hace más de veinte años, cuando el foco de la prostitución estaba en la Casa de Campo. Las dos comparten destino y pasado: ambas son mujeres transexuales de 40 años, independientes, actualmente sin pareja, envían remesas a Ecuador y aseguran que les gusta su trabajo ―“porque a nosotras no nos manda nadie, venimos y nos vamos cuando queremos”―. Marcela se prostituye desde los 14 años, Antonella comenzó a hacerlo cuando llegó a España, hace 20. No les importa hablar de cifras, aseguran que antes de la pandemia ganaban hasta 2.000 euros al mes. “Ahora yo me hago 1.100 o 1.200, pero aún es mucho más de lo que ganaría en otros trabajos”, afirma Antonella.
El polígono de Villaverde luce desangelado. Muchos de los locales están abandonados y los solares vacíos los comparten drogadictos y prostitutas que los utilizan para realizar su servicio cuando el cliente no quiere hacerlo en su coche. Son espacios decrépitos con montañas de escombros, colchones roídos, preservativos, pañuelos, restos de droga y desechos de todo tipo.
Decadencia
A pesar de su decadencia, un singular orden marca el ritmo de trabajo en el amplio espacio del polígono industrial. Las prostitutas se distribuyen de la misma manera y ocupan su silla en el mismo lugar desde hace décadas. De hecho, algunas aseguran su asiento con candados a cualquier verja cuando terminan su jornada. Es importante marcar el territorio para que las encuentren sus clientes habituales, que también son los mismos desde hace años.
En el polígono hay un acuerdo de distribución tácito e implícito que todas respetan y está determinado por la nacionalidad, la identidad de género y el grado de adicción a las drogas. El rectángulo que limita la calle de la Acebeda hasta la avenida Real de Pinto es zona de mujeres cisgénero (personas que se identifican con sus genitales de nacimiento), rumanas en su mayoría que, cuando pueden permitírselo, viven en las habitaciones de un apartahotel a pocos metros de su zona, en el mismo polígono. Las calles que cruzan la avenida hasta la de San Eustaquio es territorio de mujeres transgénero, la mayoría ecuatorianas. Y, por último, la parte más deprimida que colinda con el barrio de San Cristóbal es la zona de compra-venta de drogas.
La distribución, no obstante, es flexible y permite que mujeres trans como Juanita trabajen en territorio rumano. “Me siento bien aquí, no me gusta trabajar entre transexuales, me gusta estar con mujeres, si me aburro me voy a conversar con ellas, son mis amigas, entre nosotras nos protegemos, cuando tienen me dan, cuando yo tengo, les doy”, explica.
Juanita es peruana y tiene 34 años, un pelo lacio larguísimo del que se siente muy orgullosa, sombra negra coloreando sus párpados a modo felino y pechos enormes implantados sobre un cuerpo masculino cuya camiseta no se acerca ni a ocultar los pezones. Ella no usa silla, está protegida por una cruz religiosa marcada sobre la corteza del tronco del árbol donde se apoya desde hace cuatro años, pocas horas después de bajarse del avión que la trajo de Perú. El croquis lo marcó su novio, “la cruz de la muerte” para que nadie se atreva a molestarla.
Juanita es una de las pocas prostitutas que desafió el confinamiento estricto decretado para los meses de marzo y abril. Siguió parándose tras su árbol marcado y, contra todo pronóstico, ganó lo suficiente para sobrevivir un día más. Había pocos clientes, pero había. Trabajó hasta que la policía la devolvió a su casa bajo amenaza de multa si volvía a verla plantada allí. Sin dinero, sin papeles y “con problemas con la policía”, no pudo solicitar ninguna ayuda y se quedó en la calle. Comenzó así su pequeño peregrinaje junto a otras personas que se encuentran en una situación similar a la suya (migrantes, sin papeles, sin trabajo). Primero dormían en una plaza en medio del casco antiguo de Villaverde Alto, luego se trasladaron a una isleta entre carreteras de entrada al barrio y, tras las quejas de los vecinos por el humo de la hoguera que encienden para cocinar, han acabado instalando sus seis chabolas a pocos metros de allí, en un descampado junto a las vías del tren.
Juanita convive con siete hombres de diferentes nacionalidades que no superan los 35 años en un campamento perfectamente visible desde la calle que une el polígono con las primeras casas del barrio. Juanita levanta los brazos, sonríe y saluda divertida a los vecinos que se paran a mirar. Sus compañeros, cuando no están trabajando en alguna obra o haciendo mudanzas, piden dinero en la puerta de los supermercados. La única que se prostituye es ella. “Yo no tengo un horario, lo que tengo es hambre, y entonces vengo aquí. Cuando consigo 10 euros, voy al Día y me compro un zumo de melocotón de dos litros, dos piernas de pollo, una botella de aceite, cebolla, tomate y huevos, y cocino el caldito a mis paisanos”. Ese es el punto de reunión del campamento, la hoguera sobre la que cuecen los caldos de Juanita que, tras terminar el potaje, vuelve a su árbol de vuelta al trabajo.
Justo al lado del lugar habitual de Juanita está María. Sin árbol y sin silla, ella espera en pie; hace frente al frío fumando un cigarrillo tras otro. Al contrario que el resto de trabajadoras apostadas en las calles aledañas, María no muestra un centímetro de escote, lleva botas altas de tacón y una minifalda negra. Llegó a España desde Rumanía hace seis años, cuando se separó de su marido. Tenía 23 años y una hija de cuatro. Alguna amiga le habló del buen dinero que se podía ganar en el polígono y, sobre todo, que era rápido. Nunca antes se había prostituido. “Todo es empezar, no soy una persona que se le caigan los anillos, tengo una hija y necesitaba dinero pronto”. Al cabo de dos años consiguió trabajo en un hotel restaurante y se marchó del polígono. Trabajaba día y noche, ganaba bien y se pudo mudar con su hija a una casa solo para ellas. Fue una buena época, tan buena que no previno el duro golpe que le propinó el virus. La sacudida la dejó sin trabajo en marzo y la obligó a volver a la misma esquina que había dejado pensando que no volvería jamás.
Algunas tardes —noche cerrada con el horario de invierno—, aparece Fernanda, 45 años, rizos rubios, bien abrigada, cargada de arepas, café y maicena caliente. “Como no hay trabajo me tengo que ganar la vida de otra manera”, sonríe. Ha encontrado un trabajo temporal en una empresa subcontratada de limpieza de oficinas. Tiene una hija menor de edad que depende de ella, así que también vende meriendas caseras a las prostitutas que siguen soportando las largas esperas. “Si veo que la cosa está mala, me pongo los tacos y me paro otra vez; mis clientes habituales son todos mayores, población de riesgo que tienen miedo, a mí no me va muy bien”, aclara.
Antonella relata el escenario en el que ahora se encuentra: “Si la ley mordaza [Ley de Seguridad Ciudadana] destruyó nuestro trabajo, el coronavirus ha traído la hecatombe”. Está enfadada y se siente defraudada por las ONG que, asegura: “Todas blancas y estudiadas vienen al polígono para salvar a las pobrecitas putas”.
—¿Harías otro trabajo si tuvieras la opción?
—¿Opción? Aquí casi todas somos migrantes, mujeres y transexuales. De las pocas opciones que tenemos, hemos elegido la que nos parece menos jodida.