No molestar
A veces las mascarillas funcionan como uno de esos cartelitos que se colgaban en los pomos de las puertas de los hoteles
Últimamente se celebra los fines de semana en las calles más céntricas de Madrid un baile de disfraces en el que las máscaras, que ahora se llaman mascarillas, nos permiten a los convecinos experimentar con un novedoso anonimato. ¿Cómo es más difícil reconocer a una persona? ¿Si se oculta los ojos o si se tapa la boca? El día del encendido de luces navideñas me encontré a alguien a quien amé muchísimo paseando bajo la kilométrica y eléctrica bandera de España que recorre la Castellana desde el Museo de Ciencias Naturales hasta la Casa de América. Iba conversando con la persona con la que ahora...
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Últimamente se celebra los fines de semana en las calles más céntricas de Madrid un baile de disfraces en el que las máscaras, que ahora se llaman mascarillas, nos permiten a los convecinos experimentar con un novedoso anonimato. ¿Cómo es más difícil reconocer a una persona? ¿Si se oculta los ojos o si se tapa la boca? El día del encendido de luces navideñas me encontré a alguien a quien amé muchísimo paseando bajo la kilométrica y eléctrica bandera de España que recorre la Castellana desde el Museo de Ciencias Naturales hasta la Casa de América. Iba conversando con la persona con la que ahora comparte su vida, de cuya existencia yo sabía, pero a quien nunca había visto en carne y hueso. Estoy completamente segura de que él no me reconoció. Quizá no es fisonomista, a lo mejor está miope o tal vez en los tiempos en los que nos mirábamos fijamente durante horas a las pupilas nunca llegó a ver el resto de mí.
El caso es que yo, que tantas veces me había preguntado cómo sería “la nueva”, me aproveché de la situación y les perseguí con la mirada como si les estuviese espiando a través de una cerradura y hubiese entre nosotros la madera de una puerta, no el aire de la tarde, o como si me protegiese la pantalla de un móvil y ellos solo existiesen dentro de un vídeo, reproduciéndose en la palma de mi mano, en una red social. Pasan estas cosas raras ahora: lo real, que cada vez es más inaudito, absurdo, feo y criminal, se confunde con lo virtual y en el espacio virtual cada vez es más difícil distinguir las mentiras de la verdad. Esto nos genera un estado de aturdimiento y de confusión mental que nos impide razonar con claridad y que, sinceramente, quita las ganas de pisar la calle, pero que una vez en la acera, a menudo también quita las ganas de hablar.
Está el mundo tan embarullado que qué tediosas e innecesarias se hacen ahora las conversaciones de continuidad. Por eso hay tantísima gente que está encantada con lo de poder parapetarse tras una mascarilla cuando sale a caminar. La mascarilla nos da la vida, porque nos protege de los virus ajenos, pero también nos la quita. ¿Qué pasa con nuestra identidad? La mascarilla nos resta un poco de humanidad y ahonda aún más en esa galbana que le va quitando el sabor a todo lo que antes considerábamos “normal”. Pero a la vez funciona como uno de esos cartelitos que se colgaban en los pomos de las puertas de los hoteles -¿se acuerdan de los hoteles?¿se acuerdan de aquel invento llamado “viajar”?- que decían “No molestar”. Dios bendiga a este complemento que nos ha proporcionado la excusa perfecta para hacernos los locos y observar con distancia todas las cosas, ya sea el alumbrado navideño más feo y provocador de la historia de esta ciudad o alguien que nos trató mal.