La Vía Láctea: de la Movida al Movidón

El corazón de Malasaña lo representan negocios familiares que llevan el Tuperware, El Penta, Freeway, Maderfaker, Ocean, Madklyn, El Pepe Botella...

David Krahe, en La Vía Láctea.Inma Flores

En las dos pequeñas televisiones, una encajada entre antiguos carteles de conciertos de los Dictators, los Muffins, Hole o Superchunk de la puerta de entrada y la otra entre las botellas de alcohol de alta graduación de la barra principal, se ve a un grupo de arqueólogos quitándole el polvo a unos restos centenarios, quizá milenarios. Parecen felices ante el descubrimiento, pero no se puede escuchar lo que dicen. No hay volumen. Bajo esa atmósfera sideral, con esa incandescencia amoratada propia de Blade Runner, nada suena en la Vía Láctea. Tan solo los pasos haciendo crujir el suelo de...

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En las dos pequeñas televisiones, una encajada entre antiguos carteles de conciertos de los Dictators, los Muffins, Hole o Superchunk de la puerta de entrada y la otra entre las botellas de alcohol de alta graduación de la barra principal, se ve a un grupo de arqueólogos quitándole el polvo a unos restos centenarios, quizá milenarios. Parecen felices ante el descubrimiento, pero no se puede escuchar lo que dicen. No hay volumen. Bajo esa atmósfera sideral, con esa incandescencia amoratada propia de Blade Runner, nada suena en la Vía Láctea. Tan solo los pasos haciendo crujir el suelo de madera de la tarima del fondo, donde descansa el billar, con sus palos y sus bolas en desuso. También, muy tímidamente, casi imperceptible, el siseo de los altavoces del bar, que, al arrimar el oído a ellos, se cuela en la cabeza como una niebla espesa, sin estridencias, pero que no se va. Billar, altavoces, botellas, esos impresionantes pósteres de bandas de rock, con las míticas portadas del Melody Marker de Dylan, Bowie o los Clash (“Los Clash luchan contra los nazis”, se lee en el titular), y hasta los taburetes dispuestos como una fila de soldados en retirada, se antojan ahora como restos arqueológicos de otra época. Nadie es feliz aquí. Porque no hay nadie. La Vía Láctea está cerrada.

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David Krahe, al frente del local, no lleva sombrero como esos arqueólogos de la tele, sino que calza una gorra, girada al revés, y una camiseta de los Imperial Surfers, una banda madrileña de frat rock, twist y rock and roll instrumental que tanto gustan en Malasaña. No solo gustan, sino que aquí, en un vecindario que se conoció originalmente como Barrio Maravillas para luego recibir el nombre de Manuela Malasaña, la joven costurera que fue asesinada por las tropas de Napoleón, a este tipo de grupos se les profesa amor incondicional. Y algo más importante: son estas bandas las que le deben todo al barrio. “La música es la manifestación más importante de Malasaña”, asegura Krahe, sobrino de ese iconoclasta de verborrea afilada llamado Javier Krahe. Como era su tío, David también es músico, todoterreno y militante de Los Coronas, Corizonas y ahora último fichaje de Los Enemigos. Sabe bien de lo que habla.

“La música es la manifestación de Malasaña”
David Krahe

“¡Voy a poner música!”, exclama. “Son demasiados días sin oír nada en la Vía…”. Y, de un brinco, se levanta y va a la misma cabina de pinchadiscos donde comenzó en 1988, guiado por los primeros maestros de Malasaña como Kike Turmix, Luis Mario Quintana El Profe, Manolo Calderón y Guille Martín, entre otros nombres ilustres que hicieron de este territorio desde finales de los setenta un espacio de transgresión cultural a ritmo de fuzz trepidante y altas dosis de descaro y locura.

Jerry Lee Lewis retumba por los altavoces. “Su época Nashville. Me encanta”, señala David. Es la primera sonrisa que saca abiertamente desde que ha llegado y ha tenido que repasar todo este tiempo de cierres, reaperturas y más cierres por la pandemia en el bar que regenta desde 1995. “Los políticos han sido incapaces de fijar un programa de mínimos para nadie en este país, pero lo que sucede con la vida nocturna en Madrid es un escándalo. Somos el chivo expiatorio de su irresponsabilidad”, apunta, preguntándose por qué hay restaurantes y terrazas que sí pueden abrir y locales como ellos que no se les da la oportunidad de adaptarse a las medidas. Su lamento se resume en una frase: “En 1979 aquí teníamos una movida, pero ahora tenemos un movidón”. Y en un simple deseo, a modo de ilustración: “Al igual que todos los medios de comunicación sacan las cifras de contagiados, hospitalizados y muertos por coronavirus, me gustaría que sacasen justo al lado las de todas las personas que no han cobrado su prestación de desempleo. En la Vía Láctea, varios no han cobrado”.

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Este movidón se extiende por todo Malasaña, un barrio, que en su corazón mismo combatiendo la gentrificación, está representado por negocios familiares que llevan el Tuperware, El Penta, Freeway, Maderfaker, Ocean, Madklyn, Lucy in the sky, El Pepe Botella… y el Laberinto, con su legendario futbolín, donde Paco con su voz cascada es “el blues de Malasaña”.

Se suceden las llamadas de amigos para ver cuándo reabre: “No hay horizonte”

Suena el timbre. Unas chicas llaman a la puerta. “¿Está la Vía abierta?”. No. David olvidó bajar la persiana metálica y se creen que se puede entrar al garito, que cerró el 19 de agosto como tantos por decreto de la Comunidad de Madrid y sin saber cuándo abrirá. “No hay horizonte”, apostilla. Mientras tanto, se suceden las llamadas de amigos y conocidos por saber cuándo volverán a sonar canciones en el local.

A fin de cuentas, Malasaña es, sobre todo, un sentimiento de comunidad, pese al turismo voraz y la especulación urbanística salvaje que la hicieron “más hostil”, como al resto de Madrid. La Vía había pasado a estar llena de Erasmus, pero para David lo importante es que eran “gente de mente abierta”, ese mismo “rasgo distintivo del bar y del barrio”. Juan Pérez Fajardo, fotógrafo musical que vive en Malasaña porque era “el único lugar donde de adolescente no te sentías raro porque te gustasen los Ramones o te quisieras dedicar a cosas absurdas como la música, la fotografía, el cine o la pintura”, lo tiene claro: “Sigue siendo el mismo barrio del que me enamoré”. Sentado en Gato Malasaña, el último gran bar con la auténtica sangre castiza de la zona y abierto en la Plaza Dos de Mayo poco antes de saltar la pandemia, sonríe rememorando “noches memorables”. También Óscar Cabada, que pincha en Vía Láctea, y señala que los que venían a los ochenta al barrio ahora hacen venir a sus hijos a los mismos bares. “Para que sepan lo que es la vida”, justifica con sorna.

Esos bares que ahora están más heridos que la propia ciudad herida. Que Malasaña lleve el nombre de una heroína que entregó su vida por la libertad contra un ejército habla mucho del carácter de resistencia del barrio. Lo define. Como lo define una frase, sacada del libro El poder del perro de Don Wislow, que se ve pintada en la pared al entrar a la Vía: “Los que quieren no pueden y los que pueden casi nunca quieren”. Cuando la escribió, David se tomó una licencia y añadió el “casi” para “no ser tan pesimista con la vida”. Hoy, afirma, lo quitaría. Nunca quieren. Y pone el candado a la persiana metálica de la Vía Láctea, que, desde la calle Velarde sin sus luces de neón, se contempla como un resto arqueológico de Madrid que lo ha visto todo y no le dejan ver más.

“Maneras de vivir” es una serie semanal para reflexionar sobre la situación de la ciudad y en la que cada jueves daremos voz a los protagonistas anónimos de la cultura madrileña.

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