Botellón a pesar de todo
Pese a la advertencia de las autoridades por la covid-19, las reuniones de gente bebiendo en la calle siguen celebrándose por todo Madrid
El parque está oscuro. Solos los susurros y algunas carcajadas que se quedan flotando en el aire delatan la presencia de otros humanos. De repente, cuatro siluetas se iluminan alrededor de la llama de un mechero. A la vista quedan cuatro adolescentes fumando y bebiendo cerveza. Les brillan los ojos.
—Lo que estamos haciendo está mal, de acuerdo—, reconoce Gustavo, de 19 años.
Los otros tres asienten. Son de ciudades del sur de Madrid, pero eligen el parque de las Vistillas como un lugar de reunión neutro, donde ninguno de ellos se libra de coger el tren.
Llevan la mascaril...
El parque está oscuro. Solos los susurros y algunas carcajadas que se quedan flotando en el aire delatan la presencia de otros humanos. De repente, cuatro siluetas se iluminan alrededor de la llama de un mechero. A la vista quedan cuatro adolescentes fumando y bebiendo cerveza. Les brillan los ojos.
—Lo que estamos haciendo está mal, de acuerdo—, reconoce Gustavo, de 19 años.
Los otros tres asienten. Son de ciudades del sur de Madrid, pero eligen el parque de las Vistillas como un lugar de reunión neutro, donde ninguno de ellos se libra de coger el tren.
Llevan la mascarilla bajada, el humo de los cigarros les envuelve en una neblina y si es necesario tocarse se tocan, sin miedo. Para darse una colleja, por ejemplo. Los cuatro se conocen y están seguros de que ninguno de ellos sufre covid-19. Sienten una punzada de culpa cuando se les dice que están haciendo botellón, con el riesgo que eso conlleva, en medio de una segunda ola de contagios en España, claro, no nacieron ayer, saben que como concepto eso está mal.
Pero...
—¿Qué diferencia hay con los que están en una terraza? Ellos están ahí apiñados, hombro con hombro con otros clientes, y la poli no les dice nada. A nosotros vienen y nos dan el palo. ¿Eso tiene algún sentido? Nosotros estamos aquí, en medio de la nada, lejísimos de otra gente—, continúa Gustavo.
—Puro negocio, o gastas la pasta que no tienes en un bar o te clavan multa —se suma al debate Pablo, de 18—. Es absurdo.
En ese momento, una joven del barrio que pasea a su perro cruza por delante de los chavales. Algo ha tenido que oír porque salta de lleno al meollo de la cuestión: “Dejáis esto muy sucio y hacéis ruido”.
Ellos se defienden de buenas formas. Alegan que vienen con una bolsa de plástico y guardan toda la basura ahí. Antes de irse aseguran que la tiran a un contenedor. Es más, hace un rato había aquí un quinto amigo y se llevó una buena colleja cuando regó el suelo con un vaso grande de tinto de verano. La paseadora de perros ve un envase vacío y lo señala: “¿Es vuestro?”. “Sí, sí, tiene razón. Ahora nos lo llevamos”. Entonces vuelven al sí pero, al condicional, e insisten en que no se ponen más en peligro que la gente que está en bares o en lugares cerrados donde tarde o temprano se quitan la mascarilla. Entonces la mujer cae en sus redes: “La verdad es que visto así sí, tenéis razón”.
Durante la pandemia no cumplían a rajatabla el encierro. Pablo, de 18 años, hijo de un empresario camionero, dice que bajaba a tirar la basura, a echarse un piti y, todo hay que decirlo, a echarse una cervecita con la Noe, una vecina que le imprimía los apuntes del instituto. Su padre, cuando lo veía irse furtivo, le decía: cuidado, hijo. Y él contestaba, tranqui. Después se compró una impresora y dejó de ver a Noe. Eso sí, aprobó el curso, en parte gracias a ella.
—Yo no, yo he repetido —, interviene Hugo, de 16.
—¿Qué suspendiste?
—Mates y lengua. Mi madre no ha querido comprarme una moto, así que me he tirado todo el verano de albañil. Me la pago yo.
—¿Y ya tienes el dinero para la moto?
—Sí, y la tengo seleccionada y hablada con el hombre.
—¿El del concesionario?
—Qué va, eso es mucho lujo para mí. La tengo hablada con un vendedor de Wallapop. Pero no puedo pillármela hasta que no me saque el carné.
Sus colegas se ríen de que haya empezado la casa por el tejado. También porque es delgado y con una actitud muy pasota, muy poquita cosa. Les hace gracia imaginárselo haciendo mezcla en una obra un 16 de agosto a las cuatro de la tarde.
Las autoridades han advertido de que los jóvenes que celebran reuniones sociales podrían ser un vehículo de contagio importante en esta segunda ola de positivos por coronavirus que está sufriendo el país, y en especial Madrid. A 30 de agosto, la incidencia acumulada de casos de covid-19 notificados en la región en las últimas tres semanas era de 15.978 casos. Ese mismo dato en la franja de edad de 15 a 29 años son 3.502, el 21,9% del total. Para tratar de minimizar estas cifras, la presidenta Isabel Díaz Ayuso ha decretado que a partir del lunes las reuniones no podrán congregar a más de 10 personas. Eso pone en un brete a las reuniones de jóvenes, cuyos círculos suelen ser más amplios.
La policía velará por su cumplimiento. En las inmediaciones del parque del Oeste hay apostado un coche patrulla con las luces encendidas. No se oye un alma. Sin embargo, conforme se avanza por el paseo Moret y la policía queda atrás, empieza a escucharse cada vez más bullicio. En las laderas del parque se agolpan grupos de jóvenes y familias que beben, cenan, echan una partida a un juego de mesa y pasan la noche. Una postal más propia de los veranos de la antigua normalidad que la de una pandemia.
Allí hay un grupo de adolescentes tardíos con las hormonas a flor de piel. A su lado, junto a un pino mediterráneo, una bolsa con alcohol, hielos y mezcla.
—¡Que vuelvan a abrir las discotecas!
—¡Eso!
Son las once de la noche y tienen todos entre 19 y 23 años. El lunes sobrará uno. Visten elegantes, con polo, pantalones cortos, náuticos. Todos estudian derecho menos una de ellas, Arancha, que hace farmacia. ¿Y la covid qué, no os preocupa? “A mí me da igual, yo tengo anticuerpos”.
—Pero los anticuerpos no duran para siempre.
Arancha, con los brazos cruzados, sale en defensa cerrada de su amigo: “Bueno, eso no se sabe aún”. Van de intrépidos, aunque aseguran que toman todas las precauciones. “Yo en casa no como ni con mis padres”, cuenta un chaval rubio, Marcos. “Cada uno tiene que ser consciente y responsable”, añade. Como contrapunto a esta declaración, comentan que ahora irán a un piso en Sol a seguir bebiendo. “Allí seremos unos 20”, comenta uno.
Otros han empezado más temprano el botellón. En julio de 2020 la policía municipal impuso un total de 5.365 sanciones por beber en la vía pública, un 232% más que el año anterior. Pero esto no disuade a este grupo de jóvenes que se acomoda en unas escaleras del parque del Cerro del Tío Pío, en Vallecas. Ante ellos, el horizonte madrileño. Un lujo a cero euros. Es todavía temprano, apenas pasadas las 20.00 y los seis que conforman el grupo se sirven cada uno un mini de tinto de verano. La mascarilla se la quitaron en cuanto se sentaron y las cajetillas de cigarrillo salieron de sus bolsillos. Están en el salón de su casa. María, de 17 años, comenta que este es un plan habitual para su grupo de amigos. “Venimos bastante seguido, varias veces a la semana. Pero no solemos quedarnos hasta después de las doce, tenemos que volver a casa”.
-¿Y la policía no molesta?
—Pasan en el coche y van lento cuando nos ven, pero no nos dicen nada.
Hay suficiente distancia entre grupo y grupo. Eddie ha venido esta noche por primera vez. Ha estado con dos parejas y un par de niños sentados en la colina desde la tarde, con envases de comida, unos litros de cerveza y una cachimba grande para compartir entre los adultos. “No nos preocupa el virus acá. Este es un espacio abierto, con brisa, y además acá todos somos familia”, cuenta Eddie. Pero ya son las diez de la noche, la hora fijada para el cierre de los parques por el Ayuntamiento de Madrid. “¿Cierran?”, pregunta Eddie incrédulo. “A mí me dijeron que acá nunca hay problema.”, mira a su amigo, que fue quién recomendó el lugar, se ríe y luego cambian la canción de reguetón que suena en el altavoz.