¿Por qué llora Neptuno?
El sueño de la cuasinoche agosteña en la ciudad covídica produce monstruos. Pero juro que la estatua del dios de los océanos no estaba
Nunca he entendido muy bien por qué la fuente más famosa de Madrid es la Cibeles si la bonita de verdad es la de Neptuno. Algunos días primaverales del Madrid pre-covid -esos en los que todo son promesas en suspensión contra un cielo azul como recién estrenado-, bajando desde la Carrera de San Jerónimo hacia la glorieta de Cánovas del Castillo, he llegado a desear carnalmente a esa musculosa creación del escultor Juan Pascual de Mena, erguida tan regia en el medio de un vórtice de energías: la Real Academia de la Lengua y la iglesia de los Jerónimos al fondo, el Ritz a un lado, el Palace a otr...
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Nunca he entendido muy bien por qué la fuente más famosa de Madrid es la Cibeles si la bonita de verdad es la de Neptuno. Algunos días primaverales del Madrid pre-covid -esos en los que todo son promesas en suspensión contra un cielo azul como recién estrenado-, bajando desde la Carrera de San Jerónimo hacia la glorieta de Cánovas del Castillo, he llegado a desear carnalmente a esa musculosa creación del escultor Juan Pascual de Mena, erguida tan regia en el medio de un vórtice de energías: la Real Academia de la Lengua y la iglesia de los Jerónimos al fondo, el Ritz a un lado, el Palace a otro.
Que un dios del Océano sea uno de los símbolos de la ciudad a la que aquellos rockeros llamados Ornamento y delito definieron como “un murmullo en medio del desierto” es de una fuerza poética tan obvia que casi sonroja. El murmullo al que se referían no es desde luego estos días el de esta fuente, que está apagada. Lo comprobé un atardecer de la semana pasada, cuando atravesaba subida a una moto el Paseo del Prado (qué bonito es el Madrid de Carlos III). Ese mismo día tuve que mirar varias veces porque no sabía muy bien si me estaban engañando los ojos. El sueño de la cuasinoche agosteña en la ciudad covídica produce monstruos. Pero juro que la estatua de Neptuno no estaba. Para evitar que me llamaran loca (ese epíteto que tan fácilmente se nos atribuye a las mujeres) no dije nada, pero empecé a rumiar. Seguro que se había ido a buscar el mar.
Me acordé inmediatamente de que en Madrid hubo dos lugares donde en tiempos se creaban talasoilusiones en las horas más duras el verano. Uno la piscina Stella, que todavía permanece en pie en el número 231 de Arturo Soria, con sus formas modernas tan Bauhaus, que recuerdan al club náutico de San Sebastián. Dos, la piscina La Isla, construida en medio del río Manzanares, justo antes del Puente del Rey (entre la entrada a la Casa de Campo y la Estación del Norte), que se clausuró en 1957 y que imitaba las formas de un barco varado. Y ahí exactamente fue donde me lo encontré. Asomado a la orilla del río estaba el hombretón, en pelota picada, apoyado en su tridente, sollozando. Me acerqué por detrás, le puse una mano en el hombro y muy bajito le dije, tratándole con máximo respeto: “¿Está usted bien?”. Me miró con los ojos rojos como tomates y me dijo: “No. No estoy bien. ¡¿Pero cómo voy a estar bien?! ¡¿Qué le han hecho al Vicente Calderón?!”. Después se derrumbó y me abrazó muy fuerte. Cuando se calmó nos miramos fijamente. No lo pude evitar. Qué pedazo de tío. Con muchísima elegancia esquivó mi intento de beso mientras me decía: “Uno. Podrías contagiarme la covid. Dos. No te aproveches de mi tristeza. Y tres. ¡Soy gay!”.