Bicimad Max (historia del único accidente nuclear de Madrid)
En los 70, se arrojaron por una tubería de Ciudad Universitaria litros de desechos de alta radiactividad, pero una válvula quedó mal cerrada
El viernes por la mañana cuando me levanté a las 7:30 para trabajar no había luz en casa. Salí al descansillo y comprobé que tampoco la había en el edificio. Preocupada, me lancé a la calle, donde los semáforos estaban apagados. Ahí me pudo el pánico. Si el colapso energético ya había llegado, ¿cómo iban a cargarse ahora las bicicletas eléctricas de BiciMad?
Estos días de agosto en los que el calor es insoportable en Madrid y ni siquiera la noche da tregua, hay ráfagas de aire que parecen venir de un bosque en llamas, de a...
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El viernes por la mañana cuando me levanté a las 7:30 para trabajar no había luz en casa. Salí al descansillo y comprobé que tampoco la había en el edificio. Preocupada, me lancé a la calle, donde los semáforos estaban apagados. Ahí me pudo el pánico. Si el colapso energético ya había llegado, ¿cómo iban a cargarse ahora las bicicletas eléctricas de BiciMad?
Estos días de agosto en los que el calor es insoportable en Madrid y ni siquiera la noche da tregua, hay ráfagas de aire que parecen venir de un bosque en llamas, de algún lugar bajo la tierra que la mayoría de las religiones denominarían “infierno” o del interior de una central atómica (el infierno laico).
Hay en estas noches raras un ejército de ciclistas dopados de electricidad que acudimos a la llamada del morbo y vamos visitar lugares que nos parecen misteriosos.
En el centro de Madrid la temperatura es muy superior a la de las afueras y solo hay una manera de sentir una bajada térmica notable: pasear sobre ruedas cerca del río. La semana pasada, en el punto álgido de la flama y agarrada a un manillar, bajando desde Plaza de España hasta Príncipe Pío con el pelo al viento, me sentí como Sarah Connor en esa pesadilla termonuclear llamada Terminator 2 en la que ella se aferra a las vallas del colegio de su hijo para intentar impedir que el niño muera arrasado por la onda expansiva de una bomba. La primera semana del mes más dominical del año en la capital es siempre una experiencia con un cierto sabor apocalíptico.
Pero el agosto covídico es ya un Apocalipsis premium: una sensación similar a la de estar esperando en la zona de tierra que queda descubierta cuando el mar se retira justo antes de volver en forma de tsunami. No hay verbenas que rescaten a los náufragos del asfalto ni terrazas que abran hasta las tantas para aplacar la sed. Los que andamos por la calle a horas intempestivas parecemos los protagonistas del Motín de Esquilache, solo que en lugar de ocultarnos bajo capas nos escondemos tras las mascarillas. Hay en estas noches raras un ejército de ciclistas dopados de electricidad que acudimos a la llamada del morbo y vamos visitar lugares que nos parecen misteriosos.
Yo por ejemplo este fin de semana fui al Ciemat, el único lugar de Madrid donde ha habido un accidente nuclear. Ocurrió una mañana de noviembre de 1970 en Ciudad Universitaria. Por una tubería se arrojaron 700 litros de desechos de alta radiactividad que debían pasar de un reactor a otro depósito donde los residuos iban a ser tratados. Una válvula quedó mal cerrada y en torno a unos 50 litros de agua contaminada escaparon al suelo, luego al alcantarillado y desde allí a los ríos Manzanares, Jarama y Tajo. Las autoridades franquistas lo ocultaron pero los agricultores de la región recibieron en aquellos días la visita de hombres con batas blancas que, sin decirles por qué, compraron toda la cosecha de hortalizas regadas con agua contaminada. Qué silencioso es a veces el caos.