Convivientes

El estado de alarma ha dejado una importante remesa de recién separados, pero también otra de parejas indestructibles

Personas con mascarilla pasean por la madrileña Plaza de Callao.

Estoy convencida de que este verano va a haber muchos menos divorcios. Si han sobrevivido a la cuarentena, esos matrimonios podrán con todo, incluso con las vacaciones. Y hablo con base científica, trabajo de campo. En la primera fase de la libertad condicional, la de las franjas horarias, cuando no podías salir con nadie salvo que fuera conviviente, me dediqué a observar el comportamiento en exteriores de las parejas confinadas. Excepto, quizás, e...

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Estoy convencida de que este verano va a haber muchos menos divorcios. Si han sobrevivido a la cuarentena, esos matrimonios podrán con todo, incluso con las vacaciones. Y hablo con base científica, trabajo de campo. En la primera fase de la libertad condicional, la de las franjas horarias, cuando no podías salir con nadie salvo que fuera conviviente, me dediqué a observar el comportamiento en exteriores de las parejas confinadas. Excepto, quizás, el día en que seguí a una desde Gran Vía hasta la plaza de Santa Ana, no sería justo decir que invadí la intimidad de nadie porque el estado de alarma ya nos había arrebatado ese misterio; una vez en la calle, la información estaba ahí, disponible para todos: los que caminaban juntos eran convivientes o carne de multa; los que caminábamos solos, una mezcla de solteros y fugitivos.

El estado de alarma invirtió las franjas horarias conyugales: antes del coronavirus, las parejas se veían un ratito por las mañanas y otro por las noches. De eso pasaron de golpe a matrimonio a jornada completa con horas extra.

La pareja que elegí tenía unos treinta y muchos o cuarenta y pocos y me recordó, de hecho, a las vacaciones, cuando me enfadaba con mi novio y caminábamos uno por delante del otro sin hablarnos hasta que uno se rendía, como esos juegos de a ver quién pestañea antes. Me propuse seguirlos hasta ese momento e incluso aposté conmigo misma quién pestañearía primero. Decidí enseguida que él, porque me pareció que llevaba el enfado con mucha menos entereza que ella –era la que caminaba por delante-. Para redoblar la apuesta, anoté mentalmente el semáforo en el que se produciría la reconciliación: el segundo. Todo al dos. Pero paramos en cinco y allí nadie movía ficha. Ni una caricia, ni una palabra. Tuve un momento de duda - ¿y si no son convivientes?-, pero lo eran. Durante media hora caminaron en la misma dirección a esa distancia inconfundible, que no es la que ha definido la OMS porque no separa a los que tienen miedo al contagio, sino a ceder -en el sistema métrico universal del cabreo, brazada y media, aproximadamente-. Eran convivientes porque para el observador exhaustivo -y yo no tenía nada mejor que hacer- era obvio que se miraban con intención, como el delantero al portero desde el punto de penalti, y en esa forma de no hablarse, ni tocarse había mucha literatura comparada.

Luego pensé que era absolutamente normal, y más en el Madrid de los minipisos, antiguos niditos de amor convertidos en ratoneras por culpa de la epidemia. El estado de alarma invirtió las franjas horarias conyugales: Antes del Coronavirus, y salvo en verano – época crítica del sacramento-, las parejas se veían un ratito por las mañanas y otro por las noches. De eso pasaron de golpe a matrimonio a jornada completa con horas extra. Pienso que con dos prórrogas menos o algunos metros cuadrados más, algunos habrían podido salvarse. Nunca lo sabremos. El estado de alarma ha dejado una remesa importante de recién separados, pero también otra de parejas indestructibles, que podrán contar a sus hijos cómo sobrevivieron al cierre de los colegios, es decir, al encierro con las personas que más querían. Agosto está chupado para ellos. Mis más sinceras felicitaciones.

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