Naranja o la tentación juvenil de recuperar los pantalones de campana
El jovencísimo cuarteto madrileño abraza su insólito amor por los años sesenta con su segundo disco, ‘Todas tus letras’
Pablo López Batallas es un chaval sanote, divertido y locuaz de 22 añitos, un madrileño de sonrisa fácil y cara de niño bueno que estudia Telecomunicaciones en el campus vallecano de la Politécnica y empieza a “ver la luz al final del túnel” con la carrera. El tipo de muchacho al que cualquier padre incluiría en la tipología del buen yerno. Pero, en cuanto se avecina el fin de semana, Pablo se deja embargar por el veneno del rock eléctrico, enchufa la guitarra y se pone a “pegar algún que otro grito” al frente de Naranja...
Pablo López Batallas es un chaval sanote, divertido y locuaz de 22 añitos, un madrileño de sonrisa fácil y cara de niño bueno que estudia Telecomunicaciones en el campus vallecano de la Politécnica y empieza a “ver la luz al final del túnel” con la carrera. El tipo de muchacho al que cualquier padre incluiría en la tipología del buen yerno. Pero, en cuanto se avecina el fin de semana, Pablo se deja embargar por el veneno del rock eléctrico, enchufa la guitarra y se pone a “pegar algún que otro grito” al frente de Naranja, uno de los cuartetos más jóvenes, radiantes y generacionalmente atípicos que ha alumbrado en los últimos tiempos la ciudad. Porque López y sus camaradas son todos del 97 (salvo Aníbal, el otro guitarrista: un viejo del 96), pero les entusiasma la psicodelia y el pop español de los sesenta. Y nuestro propio ingeniero en ciernes lo explica gráficamente: “Cada vez estoy dejando más los pantalones pitillo. Acabará llegando el día en que me atreva a comprar unos de campana…”.
La culpa, en un porcentaje significativo, se la podemos echar al progenitor de la criatura, un melómano voraz y coleccionista de elepés que presume de atesorar la discografía íntegra de Grateful Dead. Y un poco también a Joaquín, uno de los tíos de Pablo, dueño de la tienda de discos Rock and Roll Circus (un paraíso vinílico) y padre de Víctor López Pescador, el guitarrista de Ángel Stanich. “Todos los domingos sonaba en mi casa Forever changes (1967), de Love, desde que tengo uso de razón. Y, claro, es un disco sobre el que no puedo hablar con casi nadie de mi edad”, se sonríe el líder de Naranja. Y agrega: “Soy de los que no tiene a Maluma en ninguna lista de Spotify, más allá de que podamos escuchar algo de reguetón en alguna fiesta. Así que nos hemos convertido en los vintage de la pandilla, en los rara avis…”.
Pablo conoció al percusionista Álex de las Heras –estudiante de Pedagogía y profesor de batería en la escuela municipal de Moralzarzal– allá por Primero de la ESO; y a Aníbal, hoy profesor de guitarra en el Centro Joven de San Sebastián de los Reyes, en las aulas de la Escuela de Música Creativa. Solo les faltaba un bajista, el azafato de imagen David Marín, un “colega de un colega” que se incorporaría poco después. Pronto comenzaron a “echar las tardes” en un local de ensayos, practicando con lo que se les iba pasando por la cabeza: desde el Jumpin’ Jack Flash de los Rolling Stones hasta Restless (Kakkmaddafakka) o “alguna de Izal”. Hasta que sucedió lo inevitable: Pablo apareció un buen día con una canción propia. “Debió de ser Miedos, que acabó saliendo en nuestro primer disco y que, para estar escrita con 15 años, me parece que está más o menos bien”.
Miedos relata cómo los más diversos temores, de cualquier tipo y en todas las edades, son consustanciales a la condición humana, y terminó esbozando uno de los grandes activos de Naranja: la alergia por las letras demasiado evidentes. “A ver, no llegamos al nivel de Vetusta Morla o de un monje shaolín”, se sonríe Pablo, “pero intentamos evitar las historias superfluas o hablar siempre de lo mismo”. De hecho, apenas se deslizan en su catálogo las consabidas historias de amor. “No, no: pocas y poco obvias. Nunca nos escucharás decir algo así como ‘Y me gustabas y fuimos al parque juntos”, se lanza a canturrear improvisando una melodía.
¿Los raros de su generación? Un poco sí. Por lo pronto, los chicos demostraron escaso instinto milenial al escoger un nombre muy poco indicado para la era Google (“el naranja nos gustaba por visual y llamativo, pero cuando buscas información sobre nosotros te salen muchas naranjas de Valencia…”), y en canciones como La gran estafa se burlan de la obsesión por las redes sociales (“No olvides publicar / una foto de esto / Es todo tan perfecto”). Hilo de seda es un homenaje explícito a la canción homónima de ¡Los Pekenikes! Y todavía más pintoresca resulta Alhambra, que parecería un homenaje al monumento granadino pero termina siendo una oda al viejo Seat Alhambra con el que se recorrieron media península después de ganar el concurso Vodafone Yu de nuevas bandas.
La gran joya de la corona llega con el sexto corte, el mordaz y muy divertido Indies tristes, donde se burlan de esos cuarentones con “camisas de flores, barbas grises” que “cantan en voz baja, tocando un solo acorde”. ¿Insolencia? ¿Rabia hacia los mayores? ¿Un himno para llamar la atención? “Es solo una llamada al cambio intergeneracional, pero sin ánimo de ofender a nadie”, matiza Pablo, divertido con la repercusión que está alcanzando su vitriólico manifiesto de rebeldía (“Indie triste, ¡la melodía existe!”). Y admite: “Somos los primeros que queremos seguir tocando con 40 años y más. E incluso también nos burlamos de nosotros mismos con un verso en el que no todo el mundo se fija: ‘Grupos coloridos, extraños equilibrios’. Era solo una manera de reclamar que en los festivales no escojan siempre a los mismos…”.
Porque Pablo sueña con un verano en la carretera, claro. Ya sin coronavirus pero, quizá, con unos cuantos pantalones de campana en el armario.