Un superviviente a dos virus vuelve a casa
José Carlos Márquez entró en la UCI en enero, con gripe A, y despertó 50 días después en un mundo patas arriba por el coronavirus
La madrugada del 23 de enero José Carlos Márquez se despertó sin aire. Se sentó en la cama para respirar mejor, pero no sirvió de mucho. A las seis de la mañana pidió ayuda a su mujer, Juana, aún dormida, y se fueron en coche al hospital. Su hermano Sergio se quedó a cargo de sus dos hijas pequeñas. Hasta ese momento no le había dado gran importancia al catarro que había cogido 10 días antes. Pero esto era algo serio, quizás ese virus del que hablaban en las noticias sobre China.
A la mañana del día siguiente los médicos de la UCI del hospital Rey Juan Carlos de Móstoles (Madrid) le con...
La madrugada del 23 de enero José Carlos Márquez se despertó sin aire. Se sentó en la cama para respirar mejor, pero no sirvió de mucho. A las seis de la mañana pidió ayuda a su mujer, Juana, aún dormida, y se fueron en coche al hospital. Su hermano Sergio se quedó a cargo de sus dos hijas pequeñas. Hasta ese momento no le había dado gran importancia al catarro que había cogido 10 días antes. Pero esto era algo serio, quizás ese virus del que hablaban en las noticias sobre China.
A la mañana del día siguiente los médicos de la UCI del hospital Rey Juan Carlos de Móstoles (Madrid) le conectaron a un respirador mecánico que sustituyó a sus pulmones. Su mente se apagó por la anestesia. Cuando los médicos le extubaron 50 días después, el 13 de marzo, resucitó en medio de un mundo en caos. No sabía dónde estaba ni qué les había pasado a sus hijas. Creía que Juana y su hermano habían muerto. Tenía dos luces sobre su cabeza y oía pitidos de máquinas. Recuerda los gritos de desesperación, las carreras, las camillas que entraban con pacientes y salían con cuerpos envueltos en plásticos.
Se enteraba de todo porque su box estaba a la entrada de la UCI, enfrente de la mesa de control.
“El de la seis ha muerto”.
“Ha fallecido otro”.
Quería quitarse la vida. Tiraba de los tubos que aún le conectaban a las sondas, al monitor y al oxigenador, otro aparato que le seguía ayudando a respirar. No entendía qué le había pasado a él ni al mundo. Veía a los enfermeros con mascarilla y bolsas de basura y pensó que se protegían de él, que su extraña enfermedad había causado todo ese desastre. Un médico adjunto apellidado como él, Jose Antonio Márquez, se sentó en su cama y le explicó todo. Tenía que aguantar porque lo habían dado todo por él y estaba vivo de milagro. Su fortaleza les había dado esperanza cuando más la necesitaban. Era uno de los peores días de la epidemia del coronavirus, cuando los hospitales de Madrid empezaban a acercarse al colapso.
José Carlos, de 43 años, había superado la gripe A, otro virus menos contagioso pero más agresivo, que este invierno golpeó con fuerza a la región de Madrid. Varias veces durante su intubación estuvo a punto de morir. Sufrió una hemorragia y el neumólogo Ignacio Muguruza tuvo que abrirle el tórax allí mismo porque no podían trasladarle con el respirador al quirófano. Era la primera vez en ocho años que el jefe asociado de la UCI, Manuel Pérez, veía una cirugía en su sala. A José Carlos le conectaron a un ECMO, una máquina que le sacaba la sangre para luego devolvérsela llena de oxígeno. Casi tres de cada cuatro pacientes conectados a un ECMO acaban falleciendo. Tampoco era normal que un paciente llevase tanto tiempo intubado. Muchos no vuelven a respirar por sí mismos. La tasa de mortalidad de esta crisis sanitaria oscila mucho de un país a otro, pero por lo general entre el 40% y el 50% de los pacientes con distrés respiratorio agudo mueren enchufados a un respirador. Cuantas más semanas pasan conectados al respirador los enfermos, menores son sus opciones de sobrevivir.
El jefe de la UCI suele ser optimista pero esta vez les dijo a Juana y a Sergio que debían prepararse para lo peor. Pensaba que el pobre hombre no podría sobrevivir porque el oxígeno que le entraba en sangre era mínimo. Tenía el pulmón cubierto de pus. Pero a Pérez le chocó que los familiares de José Carlos no tiraban la toalla. Juana le respondió un día con una sonrisa confiada: “Manda más el corazón que la cabeza”.
José Carlos y su familia se ganaron el cariño del equipo de Pérez. Cuando le subieron a planta en la mañana del 16 de marzo se llevó aplausos de la decena de sanitarios del turno de guardia en la UCI. Pero al día siguiente Juana vivió un gran susto. Le escribió a José Carlos a las 20.38.
“¿Hola mi amor qué tal?, ¿ya te llevaron la cena?”
No contestaba. Se extrañó. José Carlos siempre contesta rápido al WhatsApp. Probó de nuevo a las 21.11.
“Buen provecho, cariño mío”.
Nada. Algo raro pasaba. Se montó en el coche y corrió al hospital. Su marido estaba sin conocimiento, con fiebre y de nuevo asfixiándose. Había cogido el coronavirus. Lo confirmó la prueba tres días más tarde.
Cuando se enteró, José Carlos se derrumbó. El nuevo virus le daba aún más miedo que el que acababa de superar. Probablemente se contagió en la UCI en febrero mientras seguía intubado. Por entonces los sanitarios no tenían conciencia de que el coronavirus se expandía sigilosamente.
Pero la covid-19 nunca fue tan agresiva con él como la gripe A. José Carlos remontó y el 7 de abril le dieron el alta y volvió a su piso de Móstoles, una vivienda amplia con un balcón que da a un jardín. Tuvo que encerrarse en su dormitorio por precaución. No podía abrazar o dar besos a su mujer y a su familia. En el domicilio de dos plantas viven con las dos hijas de ambos, Rebeca y Ruth, de 16 y 8 años; el hermano, Sergio; Mario, hijo de José Carlos de 21 años, y la madre de Juana, Mari Ángeles, de 68 años, que es asmática y temen que se contagie. “Volví a una cárcel”, dice José Carlos.
Este miércoles por la mañana, tras 14 días en cuarentena, salió del dormitorio. Andando a tientas porque sus pulmones no le permiten hacer esfuerzos buscó a su mujer, que no le oyó llegar. Tenía los audífonos puestos y estaba teletrabajando. José Carlos le dio una sorpresa con una caricia en el cuello. Se abrazaron, tres meses después.
Sus dos hijas menores se turnan para pasar tiempo con él en el sofá del salón. Este fin de semana verán por fin en Netflix todos juntos Planeta absurdo, una serie de animales, a petición de Ruth, la menor. Se ha sentado a su lado para leerle el poema Amor eterno, de Bécquer, que se ha aprendido para sus clases de lengua: “Podrá la muerte/Cubrirme con su fúnebre crespón/Pero jamás en mí podrá apagarse/La llama de tu amor”.
Se han vuelto más religiosos. Ponen velas y rezan a diario. Juana, de 40 años, quiere hacer un voluntariado con el padre Ángel, el sacerdote fundador de la ONG Mensajeros de la Paz. Él tiene que recuperar la capacidad de sus pulmones. Han quedado dañados, pero según los médicos podrá hacer una vida relativamente normal y retomar su trabajo como fotógrafo de eventos. También tiene que recuperar sus músculos atrofiados. Le cuesta aún andar por la casa porque tiene los muslos dormidos. Ha perdido 30 kilos en el hospital y toda su ropa le queda grande.
Viendo la tele estos días le ha molestado mucho que haya vecinos que rechazan a los sanitarios expuestos a la covid-19. “Les estaré eternamente agradecidos”, dice él. “Tuve suerte. Me podía haber ido al otro barrio”. Recuerda la conversación con José Antonio, el médico que le dio fuerzas cuando él quería rendirse. “Me dijo ‘no te puedes imaginar la familia que tienes. Ellos nos han animado a seguir luchando por ti’. Me cambió todo. Me ayudó a ver las cosas de otra manera”.
Cuántos enfermos mueren conectados al respirador
Informaciones de Estados Unidos, Reino Unido o China indican elevadas tasas de mortalidad de los intubados de hasta 80% que han sorprendido a algunos médicos en España. La mortalidad de los intubados en el Rey Juan Carlos es del 23%; en el Vall d’Hebron de Barcelona es del 20%. Según el neumólogo Ferran Morell, las tasas más bajas en España pueden deberse a que la especialidad de la medicina intensiva tiene larga tradición y a que estos médicos tienen mucha experiencia práctica. “Están más centrados en la curación que en la investigación, a diferencia de países como Estados Unidos”, dice Morell.
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