Crimen en la Serra do Barbanza: se busca asesino de caballos en peligro de extinción
La Guardia Civil extraerá los proyectiles que acabaron con la vida de al menos 10 yeguas y potros salvajes de una raza gallega ancestral para tratar de esclarecer el crimen en la Serra do Barbanza
O Negro pacía tranquilo en medio de una ladera coronada por molinos cuando recibió un disparo. Su verdugo debía de estar lejos, porque según Manolo Blanco, alias Xufres, el tiro no logró fulminar al potro de un año, que se arrastró con espanto por la tierra, cuesta abajo, entre matorrales y rocas: con el instinto de acercarse a la manada en busca de protección; o con el impulso de ir a morir cerca del grupo de hembras entre las que también estaría su madre.
El surco de vegetación aplastada delata que este joven caballo que no iba a ser vendido al carnicero porque ...
O Negro pacía tranquilo en medio de una ladera coronada por molinos cuando recibió un disparo. Su verdugo debía de estar lejos, porque según Manolo Blanco, alias Xufres, el tiro no logró fulminar al potro de un año, que se arrastró con espanto por la tierra, cuesta abajo, entre matorrales y rocas: con el instinto de acercarse a la manada en busca de protección; o con el impulso de ir a morir cerca del grupo de hembras entre las que también estaría su madre.
El surco de vegetación aplastada delata que este joven caballo que no iba a ser vendido al carnicero porque “estaba reservado para garañón” logró desplazarse bastantes metros en su intento de avanzar hasta las yeguas: ocho reproductoras y una potrilla, que hoy también yacen abatidas en la escena del crimen, todas a corta distancia entre sí, tal cual estaban pastando en vida. Una semana después de la masacre, dos guardias civiles del Seprona (Servicio de Protección de la Naturaleza) recorren en sus motos el enorme altiplano en busca de las “explicaciones” que confiesan no tener. El potro que iba para semental ha sido hallado esta tarde por Suso Astray, el yerno de Xufres, uno de los más veteranos criadores de la comarca, después de días de búsqueda desesperada entre las enormes piedras redondas que salpican la pradera.
Al festín de las moscas y los gusanos se han unido también las velutinas. O Negro ya tiene abierto el vientre y las cuencas de los ojos vacías. Con él, suman ya diez los equinos misteriosamente asesinados el miércoles de la semana pasada en el Campo dos Fiais, casi en la cima de la Serra do Barbanza (A Coruña), una mole verde abrazada por las rías donde el agua dulce brota y corre todo el año por incontables arroyos y manantiales. Ninguna pista, ningún testigo más allá de los herbívoros supervivientes, aparece en este santuario del caballo de Pura Raza Galega, una línea seleccionada y preservada —entre las ancestrales bestas de monte— de la que hay solo unos 1.500 ejemplares en toda la comunidad y está en peligro de desaparición.
Oficialmente, y en el registro genealógico de la raza autóctona, el potro muerto no se conocía más que por el número 200 que aún se puede leer en el crotal amarillo de su oreja. Pero el propietario de ocho de los animales tiroteados, Manuel Blanco, lo llamaba O Negro por pura lógica cromática. Entre los caballos salvajes de O Barbanza, la mayoría de tonos castaños, O Negro despuntaba como uno de los más bellos, de los más esbeltos, de los más gallardos al andar. El miércoles de la semana pasada la niebla envolvía la sierra y ni los criadores, ni los comuneros que gestionan los montes, ni los ciclistas, ni los recolectores de setas subieron a aquella cota tan alta —dominada por los 60 aerogeneradores de Enel Green Power— en la que nadie se aventura si no conoce bien el terreno. La pista de tierra muere en uno de esos tramos con tubos de hierro llamados “pasos canadienses”, para que los caballos no crucen. Después, hasta el Campo dos Fiais, una masa de pastoreo común de la que es titular el Ayuntamiento de Boiro, solo se puede llegar a pie, en moto de montaña o en “un coche preparado, porque no vale cualquier todoterreno”, reflexiona Yolanda Blanco, la hija de Manolo.
“Esto fue obra de unos desalmados, que solo vinieron a matar por matar, puede que para probar un rifle nuevo que compraran”, trata de razonar entre tanta sinrazón esta vecina. “Hicieron un safari, solo que en vez de en África, en Galicia”, zanja Suso, su marido. Tanto la Guardia Civil como los afectados descartan, de momento, que se trate de algún tipo de venganza. Porque Manuel Blanco, defensor de la raza, expresidente de los ganaderos y de la tradición de la Rapa das Bestas que aquí ya no se celebra, “no tiene enemigos que se le conozcan”, comentan los agentes. “Mi padre se lleva bien con todo el mundo”, afirma Yolanda Blanco. Manolo, al que todos llaman Xufres por el topónimo de su aldea en la zona de Ribasieira (Porto do Son) y porque ese era también el nombre de su antiguo negocio de materiales de construcción, empezó con los caballos de la mano de su padre, cuando solo tenía 20 años. Desde los 90 se volcó en la selección de los de pura raza, y llegó a tener 296 ejemplares pastando libres por O Barbanza. Cuando la Xunta ordenó marcarlos con microchip, cuenta que se vio obligado a vender y ahora, con 78 años cumplidos, no llega al medio centenar. En los mismos terrenos cría vacas cachenas, también de raza autóctona. No hay un recuento exhaustivo de los animales que mantienen limpios los montes de esta sierra costera, pero entre vacas y caballos Suso Astray calcula que “pueden rondar las 3.000 cabezas”.
Los animales muertos permanecen en el mismo lugar en el que se desplomaron, mientras la Guardia Civil espera a que deje de llover para llevar a cabo la extracción de los proyectiles. La mayoría fueron derribados de un solo disparo certero, aunque algunas yeguas tienen dos o tres tiros. Los caballos salvajes no se retiran cuando se mueren. Quedan en el monte para alimento “de los lobos, de los jabalíes, de los cuervos”, enumera el dueño de la mayoría de las víctimas de esta matanza. Solo dos hembras no le pertenecían a él, sino a la Comunidad de Montes de Baroña (también del municipio coruñés de Porto do Son). El presidente, Ovidio Queiruga, detalla que eran una potrilla y su madre, que habían traspasado los límites del terreno comunal y llevaban un tiempo unidas a la manada de Blanco. “Las dos habían escapado, seguramente atraídas por un macho”, cuenta el representante de los comuneros. Los garañones (que aquí llaman más bien “grañones” o “marañones”) “son animales muy posesivos, que tratan siempre de ampliar su harén, coger para ellos yeguas de otras manadas”, describe este conocedor de las razas autóctonas: “En primavera es un espectáculo ver las peleas de los machos por las hembras”.
“¡Cómo no voy a estar triste!”, responde Manuel Blanco, cuando se le pregunta por su estado de ánimo, mientras salva riachuelos y rocas con pericia de décadas al volante de su curtido Nissan Patrol azul. “Si hasta ni duermo”, lamenta: “Por un lado, porque es una pena ver a las bestas muertas así, y por otro, porque es una pérdida muy grande”. Cada uno de los animales derribados a disparos “valía 1.500 euros, tanto las yeguas de cuatro a 14 años como el potro que iba para garañón”. Esta familia de Porto do Son sabe que han muerto, de momento, ocho de sus animales, pero todavía busca tres potrillas de menos de cinco meses y un par de yeguas que faltan desde el día de la matanza. Todos estaban recién rapados y desparasitados, y a los ejemplares más jóvenes les habían puesto el microchip “hacía justo una semana”.
Flechas contra las vacas
El Seprona fía su suerte en la investigación a lo que pueda descubrir el laboratorio de balística. Se sabrá, al menos, “si fue un solo tirador o fueron varios”. Y si son varios quizás sea más fácil desenmascararlos. Los agentes contemplan la enorme extensión verde a su alrededor, salpicada por las manchas marrones de los cuerpos muertos e hinchados, tratando de entender desde dónde se produjeron los disparos, de día o de noche, con mira telescópica o no, a estos animales que solo tienen de salvaje el nombre. Los caballos de O Barbanza están tan habituados al ser humano que apenas se mueven unos metros y siguen arrancando con parsimonia briznas de hierba cuando alguien se acerca.
Las alimañas han devorado ya las ubres y los insectos han entrado por los orificios naturales y las heridas de bala para empezar el banquete por las entrañas de los muertos. Manuel, impedido para andar, prueba mil maneras de trepar con su Patrol por las piedras porque quiere ver de cerca, por última vez, a su potro favorito. Logra llegar con el todoterreno a un metro y medio de O Negro, se apea y se vale del bastón para salvar a pie, y a duras penas, los últimos escollos. Dedica en silencio al precioso macho una mirada desolada y enseguida vuelve al coche.
De momento, lo único que parece claro para los investigadores es que el o los culpables “son gente de la zona”. Cualquier otra persona, que no fuera a sabiendas de lo que iba a encontrarse, no habría llegado hasta allí. “Algo que no entendemos, y nos pone en la hipótesis de que pudieron usar silenciador, es que al oír un tiro no se produjese una estampida”, plantea uno de los guardias civiles. “Llevo poco tiempo en esta comarca, y la verdad... no esperaba lo que me estoy encontrando”, se sincera el agente: “Hace pocos meses aparecieron del otro lado de ese monte unas vacas muertas, ¡pero por flechas!”.
Sin rastro de los autores de la matanza en Baiona... cuatro años después
En enero de 2019, la violencia absurda contra los caballos de monte se desató también frente al Atlántico, al sur de la provincia de Pontevedra. Entonces se dijo igualmente que habrían sido varias personas "experimentadas y conocedoras de la zona" las que aprovecharon la niebla espesa para subir al Alto da Groba (Baiona) y empujar a nueve caballos salvajes autóctonos o "garranos" (pero no de Raza Pura Galega) a un estrecho pasillo de hierro destinado a la desparasitación de vacas. Con los animales ya dentro, cerraron los pestillos y la emprendieron a golpes con ellos. Para hundirles el cráneo usaron al menos una barra de hierro que la Guardia Civil recogió en el lugar como prueba. Cuatro yeguas murieron y otras cinco se salvaron supuestamente porque algun ruido asustó a los autores de la masacre. Mientras el Seprona indagaba sobre el terreno, el Defensor del Pueblo abrió su propia investigación y tanto los comuneros de la zona como un grupo ecologista ofrecieron recompensas para quien aportase alguna pista. El caso sigue sin resolver.