La búsqueda de desaparecidos se atasca en los ‘parkings’ de Alfafar
La riada convirtió algunas calles de la localidad valenciana en una especie de enorme remolino de desagüe
El gerente de la tienda fue el último en salir. Cumplió con su honrado cometido de desalojar a todos los clientes a las 19.30 del martes, cuando la dana ya era mucho más que una incertidumbre en Alfafar. El agua estaba de camino. Cuando este trabajador del que ni Juan Pablo Mercado, ni Esteban Rodríguez, ni Loli Cantador —algunos de los vecinos de la calle Literato Azorín donde está el supermercado— recuer...
El gerente de la tienda fue el último en salir. Cumplió con su honrado cometido de desalojar a todos los clientes a las 19.30 del martes, cuando la dana ya era mucho más que una incertidumbre en Alfafar. El agua estaba de camino. Cuando este trabajador del que ni Juan Pablo Mercado, ni Esteban Rodríguez, ni Loli Cantador —algunos de los vecinos de la calle Literato Azorín donde está el supermercado— recuerdan su nombre, quiso bajar a por el coche para escapar, quedó sepultado en la planta menos uno. Allí tenía su vehículo, un Mercedes blanco, según cuentan. Por ambos lados de la vía un torrente incontrolable que se convirtió en una especie de remolino inmenso como el de un desagüe. Lo encerró en una ratonera. Después de las primeras exploraciones de los bomberos de Castellón, podría haber hasta cinco desaparecidos más. “Todos muertos”, apunta Juan Pablo, de 46 años, quien recuerda que hubo otros que sí tuvo la fortuna de ser rescatados, con mantas y sábanas, desde las terrazas de los dos bloques de la calle. “Era un embudo, como si chocaran dos olas gigantes”, cuenta junto a su mujer y su hijo.
“Son millones de litros. Todavía podemos tardar ocho o nueve horas”, explica un miembro del batallón de Valencia de la UME, el BIEM III, que trabaja en el enclave. El operativo no cesará hasta vaciar por completo el garaje. Utilizan una motobomba, el camión con mayor capacidad para succionar el agua que algunos de los miembros del batallón no han utilizado nunca en 18 años de carrera. “Esa es la magnitud de lo que tenemos delante”, explica este militar. El vehículo cuenta con 12 mangotes semirrígidos y cuatro mangueras de 110 centímetros de diámetro que absorben 800 litros por minuto. Después de tres horas, cuando ya cae la tarde en Alfafar, apenas han reducido la inundación 20 centímetros.
La Avenida de Torrente de Alfafar no tiene ningún sentido. Las órdenes de ayuda se contradicen unas a otras. Las personas se tropiezan entre ellas mismas. Las casas bajas, los garajes, apenas se pueden abrir. Ahí, en medio de este huracán de desgobierno que la Dana ha dejado en la localidad, solo la voz de un hombre canoso y persistente pone un poco de cordura:
—Compañeros, ¡Un infarto! ¡Apártense ahora mismo!
A Jose Luis Ogando, de 69 años, todos lo llaman Piri. Durante la jornada del viernes, Piri —el jefe de Protección Civil en Tavernes Blanques— será un hombre sin descanso. “Tan importante es ayudar como saber cómo hacerlo”, cuenta en un impasse. Acaba de conseguir abrir camino en la calle para que un coche de la Guardia Civil se lleve a un hombre voluntario en parada cardiorrespiratoria hasta un lugar seguro. “Los muertos no solo están en los coches, podemos acabar siéndolo cualquiera de nosotros”, explica Federico Estévez, de 58 años, que se mueve entre los charcos de barro con dos bastones de montaña.
En la Ciudad de la Justicia y en la Feria de Valencia se han habilitado dos morgues donde a cuentagotas llegan los cuerpos de los desaparecidos. Desde poco después del amanecer, los servicios fúnebres permanecían listos junto a los forenses. A los familiares que llaman para hallar el paradero de sus seres queridos se les explica el protocolo de actuación: “Primero se identifica a los que llevan DNI, para llamar a la familia. El resto... Se hará lo que se pueda y cuando se pueda”.
Cristina Vidal, de 31 años, asegura que esto “lo va a solucionar la gente. No se puede esperar a que lo haga la política”. Ella lleva desde las ocho de la mañana achicando agua junto una cuadrilla de amigos voluntarios en la misma calle Literato Azorín donde se busca a los seis desaparecidos. La opinión de la joven la comparte Verónica Domínguez, de 48 años, miembro de la falla de Bloques de la Playa José Benllure y de la Hermandad Misericordia de Valencia. Domínguez reparte comida en una esquina de la Avenida de Torrente. “Es miseria todo. ¿Cómo se puede explicar que sea el primer día que esta gente recibe alimento?”, se queja.
Miles de voluntarios han llegado por todos los medios posibles hasta Alfafar. La buena voluntad de cada uno de ellos es unánime, y en cambio, sin una hoja de ruta clara, los resultados no son los esperados. Omar Zambrano, de 49 años, vive en Campanar, en el centro de Valencia. Ha venido caminando. Trajo una pala, y un cubo, y un bocata de jamón serrano con queso manchego. Para Zambrano, de origen venezolano, el volumen masivo de ayuda ciudadana —que el presidente Mazón pidió este viernes que cesara— es “algo natural”. “Después de tres días desde la tragedia, se ven muy poca respuesta de las autoridades. Está siendo una actuación muy lenta, eso está claro. Debería valorarse el brote de solidaridad. La realidad es que hacen falta millones de manos. Que alguien lo organice”, apunta. Y añade: “me parece absolutamente inaceptable que nadie esté llamando a toda la maquinaria de España. El discurso público no se corresponde con lo que veo. Aparentan tranquilidad y lo que están consiguiendo sobre el terreno es un desgobierno. Donde dejas el vacío de autoridad hay anarquía. En el tercer mundo es un tema de recursos, pero aquí no”.
Por orden de prioridad, lo primero en Alfafar son las personas, como el gerente de Consum al que se espera encontrar en la mañana del sábado. Los cuerpos, por aquí y por allá, van saliendo a cuentagotas. Justo detrás de ellos, la gente no busca salvar los objetos de más valor económico, sino los más valor sentimental. Paco Alós, de 41 años, consuela a su amiga Mariola Cubells, de 48. Por debajo de la puerta bloqueada de su garaje a la mujer le van pasando todo aquello que guardaba en el trastero. Entre algunas cosas inservibles, aparecen las fotos de su boda o las de la comunión de sus hijos. Cubells se derrumba al verlas, se mancha la cara con sus manos de barro. Paco le promete que cuando todo esto acabe, lo primero que harán será hacerse fotos de nuevo, en un parque verde, para “sustituir los recuerdos viejos por recuerdos nuevos”. Él, por su parte, se siente un triunfador al haber rescatado de su propio vehículo un coche de juguete, el de Hugo y Lucas, sus dos pequeños de cinco años. Es un Micromachín verde de cinco centímetros. Lo colocará lo más alto posible, en una caja de cristal, sobre el estante del televisor. Será su particular tesoro, y su único consuelo.