Opinión

6 euros

Busca trabajo por las calles de València y ni siquiera encuentra la calle de la empresa donde quiere pedir empleo. Seis euros la hora, tantas horas como quiera hacer, sábados incluidos. Viviría en un piso compartido con otros empleados, casi todos extranjeros como él

Vecinos en el barrio de Orriols, en Valencia.jesús ciscar

Perdido. Su mirada es desvalida; de qué otro modo podría tenerla un chico negro de Mali que busca trabajo por las calles de València y ni siquiera encuentra la calle de la empresa donde quiere pedir empleo.

Tiene veinticuatro años. En la mano aprieta una de esas carpetas azules de cartón que remiten a otra era, a otro mundo: años ochenta, a lo sumo noventa, familia numerosa, solicitudes de beca, fotocopias compulsadas y todo un universo aspiracional por delante. En su interior guarda títulos de conductor de maquinaria y cosas así que solo le importan a él. Busca la dirección de u...

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Perdido. Su mirada es desvalida; de qué otro modo podría tenerla un chico negro de Mali que busca trabajo por las calles de València y ni siquiera encuentra la calle de la empresa donde quiere pedir empleo.

Tiene veinticuatro años. En la mano aprieta una de esas carpetas azules de cartón que remiten a otra era, a otro mundo: años ochenta, a lo sumo noventa, familia numerosa, solicitudes de beca, fotocopias compulsadas y todo un universo aspiracional por delante. En su interior guarda títulos de conductor de maquinaria y cosas así que solo le importan a él. Busca la dirección de una constructora para entregar su currículum. Nos ha pedido ayuda. Esto qué es, pregunta al pasar por delante del museo de Bellas Artes. Se le ve serio, fuerte, capaz. Vive en una habitación en el barrio de Orriols. Lleva muchas fotocopias de su currículum. Trabaja de noche, duerme un poco por la mañana y por las tardes reparte esas hojas con su nombre como quien echa la Primitiva: mitad costumbre, mitad esperanza. Me quedo su número de teléfono. Le digo que igual conozco a alguien que pueda ofrecerle un empleo. Llamo a esa persona esa misma tarde, todavía bajo el chute de la empatía, una droga que periclita tan vertiginosamente. Sí, me dice mi contacto: podemos ofrecerle un trabajo. Sonrío. Me cuenta las condiciones. Estaría a 500 kilómetros. Zona de montaña. Un verano y un invierno por delante. Seis euros la hora, tantas horas como quiera hacer, sábados incluidos. Viviría en un piso compartido con otros empleados, casi todos extranjeros como él. Doy las gracias y cuelgo, abatido. No llamo al chaval. No sé dónde vivo.

La empatía es un hielo que se deshace. Mañana se habrá evaporado.

Encontrado. Espagnols de merde. Se lo decían a los trabajadores españoles en la Francia de la migración. Allí se fue el protagonista de El boxeador, la última novela de Alfons Cervera, arrancado de madrugada tras perderse la guerra. Volvemos a Los Yesares, un mundo hecho de alubias y herrumbre, de dominó y roña, de frontón y sarna, de banda de música y titiriteros, de montes y cuarteles, de guerras y muertos, de maquis y gatos que maúllan en pueblos desiertos con casas oscuras. Sobre todo, un mundo hecho de miedo y olvido.

Hay una cita de la poeta alicantina Francisca Aguirre: Acunamos un tiempo de deshora donde crece el olvido. Ayer y hoy. Alfons Cervera sabe mucho de la memoria. Es un maestro de la memoria. Subrayo frases de este libro que es, también, un breve tratado acerca de la dignidad del marcharse y el llegar. Las frases dicen así:

Siempre pensé que eran imposibles los regresos.

Dónde van a parar los sitios cuando desaparecen.

La memoria está llena de vacíos.

Recordar algo que no existe es como asomarte a un abismo.

El pasado nunca acaba de pasar del todo.

El boxeador es un libro de sombras y espectros, como los que engendra la emigración, una forma de exilio.

Lo es en Román, el hombre de noventa años que vuelve a Los Yesares.

Lo es también en un informe de la ONU que habla de viejas y nuevas discordias con fosas comunes cerradas y trileros del alma.

Lo es en un chico maliense de mirada desvalida.

Hay derrotas que se perpetúan. Siempre quedan los fantasmas, como en la Comala de Rulfo. Solo que a veces son reales y llevan carpeta de un azul descolorido.

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