Historia de la locura en Valencia: de las jaulas “para sucios y furiosos” a las asambleas de la antipsiquiatría
Una exposición revisa la evolución del tratamiento de los enfermos mentales, de los manicomios a los psiquiátricos, y un libro revela la estigmatización y vejación de nueve mujeres internas
La historia comienza dentro de las murallas de la ciudad y termina lejos, en otra localidad. Valencia “reúne condiciones excepcionales para estudiar la historia de la locura” y también permite construir un relato de la exclusión a la que se ha sometido durante siglos a las personas con enfermedades mentales, sostiene ...
La historia comienza dentro de las murallas de la ciudad y termina lejos, en otra localidad. Valencia “reúne condiciones excepcionales para estudiar la historia de la locura” y también permite construir un relato de la exclusión a la que se ha sometido durante siglos a las personas con enfermedades mentales, sostiene el psiquiatra y filósofo Cándido Polo. Los seis siglos de historia de las instituciones para enfermos mentales dan para mucho. La exposición La Nau dels Bojos La nave de los locos), que comisaría Polo junto con la terapeuta ocupacional y doctora en Bellas Artes Ana Hernández, repasa esa evolución y propone un recorrido que se plasma “en un movimiento centrífugo continuo” de alejamiento de los enfermos psiquiátricos.
Los “agonizantes, sifilíticos, prostitutas, expósitos y alienados” empezaron su periplo en esta nave de los locos en el centro de la ciudad, en Velluters, donde se situaba, desde 1409, el Hospital de Ignoscents, Folls e Orats. Sobre su planta se instaló el Hospital General, con sus “padres de locos”, cuidadores-carceleros que usaban con los enfermos instrumentos de tortura, como relata Polo: camales de hierro, grilletes, cadenas, cepos de madera y garroteras, además de jaulas “para sucios y furiosos”.
Las condiciones en las que vivían, hacinados, los casi 500 internos no fueron suficientes para trasladarlos a otras instalaciones más dignas. Tampoco la idea de “manicomio modelo”, más moderno, que empezaba a extenderse por Europa. Solo con el derribo de las murallas en 1865 se llevó a los enfermos al antiguo convento de Santa María de Jesús, en Patraix, una solución “provisional” que duró más de 120 años, hasta 1989. “Algunos estuvieron encerrados más de media vida, en algunos casos sin enfermedad mental, por abandono familiar o por ir en contra de la norma social”, afirma el comisario de la exposición, que se exhibe en La Nau de la Universitat de València, donde permanecerá hasta el 23 de octubre.
Recuperar los nombres
Ana fue sometida a “vejaciones, insultos, humillaciones y palizas”. A Amparo, un confesor le obligaba a hacerle “tocamientos impuros” y aseguraba que era “palabra de dios”. Con Felipa, su marido “se mostró desde la primera noche brutal y despiadado y la usó como a un trasto viejo e inservible”. Aurora fue prostituida por su madre, Blanquita no tenía más problema que “la miseria económica y cierta rebeldía típica de la adolescencia” y María tuvo dos hijas siendo menor y soltera, una fruto de una violación. Ana, Amparo, Felipa, Aurora, Blanquita y María son solo algunos nombres de las internas con las que trabajó la psiquiatra María Huertas, que comenzó como residente en el Psiquiátrico de Bétera cuando se abrió, en 1973, y fue testigo de las condiciones de vida de estas mujeres en su antigua institución, el Manicomio de Jesús.
Huertas recuerda en su libro Nueve nombres las historias de nueve internas en el manicomio, solo unas pocas de las que se subieron a un autobús para su traslado a Bétera en 1974. Eran mujeres sin cuerpo, que usaban ropa comunal y se lavaban con una manguera; sin pasado, que no tenían objetos personales y habían sido aisladas de sus familias; sin intimidad, porque habían dormido décadas en habitaciones de 80 camas; sin interlocutor, porque entre ellas “no tenían nada que decirse”. En muchos casos, sin diagnóstico. “Sus expedientes clínicos no nos decían nada de sus vidas durante la reclusión; en algunos, constaban peritajes judiciales exhaustivos y asombrosos de su ingreso cuarenta años antes, pero la mayoría no describían el motivo de su internamiento salvo algunos diagnósticos antiguos y inadecuados”, recuerda la psiquiatra en el libro. Porque, a pesar de que llevaban décadas medicadas, “parte de ellas no tenía ninguna enfermedad mental”. En algunos casos, habían sido privadas incluso del nombre: “Algunas no atendían cuando se les llamaba por el nombre de su historial y que habían utilizado sus cuidadores. Tardamos tiempo en descubrir que estaban equivocados”.
Antipsiquiatría y autoorganización
El traslado de los pacientes de Jesús al Hospital Psiquiátrico de Bétera acompañó al cambio social y de la disciplina psiquiátrica. En los años de la antipsiquatría, muchos de los nuevos médicos de Bétera eran jóvenes, comprometidos. Huertas relata cómo el nuevo personal optó por la retirada de la medicación indiscriminada, la autoorganización y el acompañamiento. “Empezamos por lo fundamental: les decíamos ‘¿cuánto tiempo hace que no vas a Riola, o a Agres?’, y entonces cogías tu coche y te los llevabas a ver a su familia”, explica Cándido Polo. Aunque en algunos casos “te cerraban la puerta en las narices o solo la abrían cuando el enfermo venía con una pensión de 30.000 pesetas”, en general, el retorno a sus comunidades de origen dio sus frutos.
“Había diferencias de enfoque entre pabellones”, admite Ana Hernández, que trabajó en el departamento de Alcoholismo y Toxicomanía en Bétera, un servicio muy dinámico, que abrió la primera Comunidad Terapéutica para Toxicomanías de España. Allí “se hacían asambleas diarias de pacientes” en las que se repasaba la jornada, incluso con “libros de actas”. Evolucionaron hacia la autoorganización, como relata el libro de María Huertas: “Dejamos de respetar los turnos, los horarios rígidos, las funciones y los sueldos diferenciados y jerarquizados”.
Ese trabajo partía de lo más mínimo: “cuando llegaron a Bétera, muchos pacientes comían con las manos porque en Jesús tenían prohibidos los cuchillos”. También costó que se entendieran los hábitos de higiene, como señala María Huertas en Nueve nombres, que recoge el episodio de una interna que lavaba a otra con lejía en lugar de con jabón.
No solo se animó a los residentes a escoger su propia ropa, a salir al pueblo “a almorzar o a comprar, a la pelu o simplemente a pasear”, sino que, como recuerda Polo, se creó hasta un banco para sus ahorros. El trabajo “en cadena” por el que se pagaba “simbólicamente” a los pacientes por tareas mecánicas y repetitivas se transformó, en el pabellón de Alcohólicos y Toxicómanos de Ana Hernández, en un taller de creación artística. “Planteamos algo voluntario y que se alejaba de la explotación, buscábamos reconocer la capacidad creativa”, señala.
“Nuestra actividad no estaba exenta de dificultades, porque los que trabajábamos con esta perspectiva éramos solo un servicio de tres pabellones, de un total de catorce”, rememora Huertas en su libro. “Te tachaban de hippie o de pasota”, recuerda Polo. “Estábamos en plena transición y, si costaba que los modos democráticos llegaran a la sociedad, más aún a los lugares marginales como prisiones o manicomios”, explica.
El final de un modelo “obsoleto”
Pero todos estos cambios no apuntaban a la reforma del Psiquiátrico, sino a actuar “a modo de caballo de Troya”, a “dinamitar la institucionalización desde dentro”, en palabras de Hernández. El nuevo hospital “duró poco” porque “ya no era lógico en ese momento”, cuando hacía dos décadas que la Organización Mundial de la Salud había declarado el modelo concentracional de los hospitales psiquiátricos como “terapéuticamente inútil”, algo que, afirma Cándido Polo, hizo que este nuevo centro “naciera obsoleto”.
“La idea de estos centros no ha dejado de ser la de marcar la diferencia, señalar y expulsar al diferente”, considera Ana Hernández, que destaca como eje central del modelo “la segregación del otro”. A partir de 1986, con la Ley General de Sanidad de Ernest Lluch, comenzó el progresivo vaciado del Psiquiátrico de Bétera. Gran parte de los enfermos salieron a pisos tutelados, a residencias, a centros de día o a casas de familiares. Y no se fueron como llegaron, sino que aterrizaron en otra sociedad, en un tiempo en el que perdura en parte “el estigma, el miedo a la locura” al que la terapeuta se acerca a través del arte, pero en el que, al menos, “se ha hecho visible que igual que vas al dermatólogo de la Seguridad Social puedes ir a Salud Mental”.