Continuidad y vértigo
Rosalía impone su minimalista y dinámica puesta en escena en la Marina Sur de Valencia, en el quinto concierto de la gira de Motomami
Se pone uno a repasar el timeline de sus redes sociales y siente el vértigo de quien se asoma con resaca al borde de un acantilado: hace poco más de cinco años que Rosalía recaló por primera vez en Valencia y lo hizo ante 150 personas. Lo recordó ella misma anoche antes de abordar Dolerme, sola y con guitarra, la primera vez (en catalán, lo recuperaría solo al final de la noche) que se dirigió a las cerca de 20.000 personas que casi llenaban el recinto de la Marina Sur. Pero es que el mareo es aún mayor cuando uno se asegura de que ...
Se pone uno a repasar el timeline de sus redes sociales y siente el vértigo de quien se asoma con resaca al borde de un acantilado: hace poco más de cinco años que Rosalía recaló por primera vez en Valencia y lo hizo ante 150 personas. Lo recordó ella misma anoche antes de abordar Dolerme, sola y con guitarra, la primera vez (en catalán, lo recuperaría solo al final de la noche) que se dirigió a las cerca de 20.000 personas que casi llenaban el recinto de la Marina Sur. Pero es que el mareo es aún mayor cuando uno se asegura de que la primera vez en su vida que vio a C. Tangana fue unos meses antes, a principios de 2017 y en la discoteca Cream de la calle San Vicente, ante unas 800 personas que coreaban los temas de Agorazein, el proyecto que encabezaba junto a Sticky M.A., Jerv.agz, Fabianni & I-Ace. Hubiera jurado que habían pasado ya ocho o nueve años. En solo cinco, ambos han pasado de un nuevo underground a estrellas globales. Dos grandes figuras de la música popular española como no se veía en décadas. Y en el caso de Rosalía, partiendo de una pole position que entonces generaba sobre los escenarios bastante menos expectación que la de Antón Álvarez, Pucho para los amigos. Al menos eso dicen las cifras.
Está el vértigo, pero también está la continuidad con la historia de la música pop de los últimos veinte años: el obsesivo hormigueo, ese sonido de bajo tan grueso y endurecido que parece estar a punto de romperse y que emerge tras los rugidos de motor en los primeros segundos de una Saoko que abrió la noche entre el griterío, sintetiza muy bien el minimalismo pop global que Rosalía ha sublimado con su Motomami (2022), un disco que se entiende mejor cuando todas sus piezas encajan y se degustan por orden. Ese golpeo seco y contundente, algo tan básico (y humano) como el choque entre dos huesos, como el impacto entre dos colmillos de marfil, como el chasquido de un par de articulaciones que se desentumecen, que se hizo lenguaje universal desde las producciones de The Neptunes a principios de siglo (recuerdo en ese justo momento que Pharrell Williams figura entre los muchos colaboradores del tercer disco de Rosalía, la línea temporal está ahí) y que la artista catalana ha llevado, desde la emergencia viral del reggaeton hace tres lustros y la asunción de lo latino como nueva koiné universal en el último, a un espectacular melting pot que aúna también flamenco, pop, rumba, bachata, cumbia, hyperpop, r’n’b o bolero, y que sintoniza con la era de TikTok y sus consumos minúsculos, fragmentarios, repletos de coreos virales. Si parpadeas, te lo pierdes. Y todos esos estilos (y alguno más) sonaron anoche.
¿Dije espectacular? Pues eso. Un espectáculo. Una treintena de canciones en casi dos horas de show. El quinto de esta gira, que consta de 46 en quince países. Haciendo lo que le viene en gana, y desde una perspectiva que, por mucho que responda a un show con entidad más que propia, me resulta inevitable contrastar (de nuevo) con el de C. Tangana, que es algo así como su némesis masculina y estuvo justo una semana antes en Valencia, ante un gentío similar (si bien lo suyo formaba parte de un festival). Allí donde Tangana pone enormes pantallas horizontales en cinemascope, Rosalía planta dos verticales como si fueran dos teléfonos móviles. Ambos rompen la cuarta pared mirando a cámara cuando les apetece, pero mientras él lo hace en modo galán de cine, ella lo hace en descarnado modo POV. Donde él mostraba su miedo al vacío con más de una veintena de músicos de todo pelaje, ella luce minimalismo escénico con solo ocho bailarines y ningún instrumento en escena. Del cúmulo de colaboradores a la ausencia total. Rosalía no recurre a ellos (ni a sus imágenes) ni siquiera cuando aborda material completamente ajeno, como en Blinding Lights (The Weeknd). Toda la atención es para ella, no la reparte, no descansa. Si él se marca una juerga flamenco-latina de tinte castizo y rescatando clásicos del pop español, ella agita la batidora global sin complejos, con algún twerking y los guiños explícitos a pepinazos mundiales como Papi chulo (Lorna) y Gasolina (Daddy Yankee). Luces más largas, sin duda. Y para enfatizar aún más un juego de contrastes que parece diseñado por una mente brillantemente sagaz, si aquel reconocía con bastante guasa que lo suyo no es cantar ni afinar (precisamente así se llama su gira), ella demuestra justo lo contrario: que su capacidad para bailar sin desmayo, presidiendo un buen despliegue coreográfico, cantar como los ángeles en registros dispares y emocionar recurriendo a una desnuda intimidad (momento al piano con Hentai) y sin pirotecnia es uno de sus grandes activos.
Por eso, y precisamente por eso, uno se queda también con la sensación, y es una perspectiva muy personal (¿acaso se puede optar por otra, cuando hablamos de un fenómeno que genera tal alborotado aluvión de opiniones en las redes sociales que cuestiona la utilidad de cualquier visión periodística al uso?), de que el show de Rosalía le divierte y le convence, pero no le enamora. De que donde unos se superan a sí mismos desde la supervisión y dirección de un derroche orgánico de talento, lo suyo está tan ceñido al despliegue aeróbico y al preciso, impecable e implacable curso de la tecnología (el sonido rayó aquí a gran altura, nadie lo puede negar) que algo de chispa, algo de imprevisibilidad e incluso algo de ingenio – que le sobra – se desbarata o directamente se licúa por el camino. De que habrá mejores versiones de Rosalía, aunque esta sea la mejor que conocemos hasta ahora.