Finlandia y su ‘vecino del este’
Unas vacaciones en Helsinki entre la tranquilidad y la obsesión por Rusia del país más feliz del mundo
Las cristaleras son inmensas, pero es fácil que con el ajetreo diario se olvide que carecen de cortinas. Por eso se tarda un poco en entender que la cara de sorpresa de los obreros que andan por el patio se debe a la poca ropa que lucen los moradores del dúplex. Los trabajadores han aparecido de improviso, pero allí nadie pide permiso para entrar al jardín, y llevar a cabo unos remiendos en el tejado o donde haga falta. “¡Ah! ¡Sí! Tenían que venir. No hay problema”, da por toda respuesta el dueño de la vivienda, que ha intercambiado su Mercedes clase A y su casa pareada ...
Las cristaleras son inmensas, pero es fácil que con el ajetreo diario se olvide que carecen de cortinas. Por eso se tarda un poco en entender que la cara de sorpresa de los obreros que andan por el patio se debe a la poca ropa que lucen los moradores del dúplex. Los trabajadores han aparecido de improviso, pero allí nadie pide permiso para entrar al jardín, y llevar a cabo unos remiendos en el tejado o donde haga falta. “¡Ah! ¡Sí! Tenían que venir. No hay problema”, da por toda respuesta el dueño de la vivienda, que ha intercambiado su Mercedes clase A y su casa pareada en Helsinki por un Seat Arona y un cuarto piso en un edificio de 10 plantas en el barrio de La Verneda de Barcelona.
Pero nadie parece estar a disgusto con el home exchange. El finés, a todas luces soltero, y residente de un barrio residencial donde los niños caminan solos al colegio, goza de un agosto en la tórrida Barcelona. La familia de tres, que corre a diario entre riadas estresadas de coches, motos, buses y bicis, disfruta de una ciudad donde se respetan los 30 kilómetros por hora, sin que suene un solo claxon. El despiste de los catalanes es tan profundo, que solo llegar han aparcado en otra casa, y han intentado abrir la puerta. Pero lejos de atrincherarse y marcar el 112, una dueña despreocupada les ha indicado la vivienda correcta. “Cualquier cosa que necesitéis, no dudéis en pedirlo”, se ha despedido, tan tranquila como abrió, y con la misma confianza con la que deja su bici y la de sus hijos en la entrada, ¡y sin candado!
Igual de libres y sueltos que los juguetes esparcidos en el patio de la guardería del barrio. Los bebés acuden por la mañana a la escuela y por la tarde el centro practica la política de patios abiertos: cualquier crío puede cruzar la cancela, que no tiene el pestillo echado, y jugar allí como si fuese su propio colegio. “¿Vivís en el barrio?”, pregunta un padre cuarentón, que tarda dos segundos de más en detectar a quienes son, a todas luces, unos turistas infiltrados. En la conversación presume de sus escuelas públicas y de sus saunas a los pies de unas playas idílicas y salvajes. “Mucha gente por aquí tiene su barquita”, añade, sin ni siquiera sonar presuntuoso. Antes de irse a casa, ha facilitado un listado de todos los lugares básicos a visitar. “Sí, aquí se vive bien. Es normal que algunos sientan la tentación de apropiárselo”, responde, ante las alabanzas a su país. Y, con un halo de misterio, añade: “Ya sabéis, nuestro amigo del este”.
Es agosto, pero la temperatura no pasa de los 25 grados en Helsinki. Por la mañana, se puede salir a correr por caminos, bordeando lagos, para luego bañarse en playas en medio de la naturaleza (pero con socorrista) y acabar en un embarcadero con bancos donde se divisa el horizonte. Da tiempo para todo, al menos en verano, una época donde amanece a las cinco de la mañana y no oscurece hasta pasadas las diez de la noche. Y siempre en un ambiente acolchado, donde reina un silencio cómodo. Ni siquiera una familia numerosa reunida alrededor de una mesa en la pizzería más concurrida del barrio genera un alboroto reseñable. Una vida sin contaminación acústica, donde nadie compraría un sonómetro (a 15 euros en Amazon).
Por eso el ruido repentino resulta escalofriante. Pum. Pum. Pum. El estruendo retumba, y rebota en la arena del patio de colegio socializado, mientras los niños juegan. “Son fuegos artificiales”, considera, segurísimo, el catalán de vacaciones en Finlandia, más acostumbrado al tráfico y al metro que a las tracas valencianas. ¿Fuegos artificiales a las cinco de la tarde? ¿En un barrio periférico de Helsinki? ¿Es que acaso tienen también sus fiestas mayores con tómbolas, garrapiñadas, carreras de camellos y sus petardos finales en la playa?
El sol luminoso de la mañana ha dado paso a unos nubarrones que se mueven rápido, empujados por el viento. Un escalofrío repentino recorre la espalda, y urge a taparse con una chaqueta. Tampoco ayuda que las ráfagas sigan sonando. Hace rato que la explicación de los fuegos artificiales ha dejado de ser plausible. Lo único bueno es que no se oye a nadie gritar. Seguro que incluso la calmada Finlandia chillaría ante un ataque indiscriminado. Al final, la familia de turistas acuerda escribir al dueño de la casa y preguntarle. ¿Tienes cerca de casa una fábrica de petardos que haga ensayos indiscriminados la tarde de un miércoles cualquiera? La respuesta, despreocupada, llega de inmediato. “¡Ah! ¡Sí! Es el campo de tiro de la base militar que está detrás”, explica el hombre. Y, con un halo de misterio, añade: “Ya sabes, hay que estar preparado ante nuestro vecino del este”.
Los días plácidos siguieron en Finlandia. Los obreros continuaron apareciendo de improviso en el patio. Y el parque aguardó con nuevos juguetes cada día, dispuestos para ser usados por los niños, que gozan de un sistema educativo con la mejor fama posible. El vecino simpático continuó dando consejos útiles para manejarse por el país, y los despistados catalanes a punto estuvieron de nuevo de confundir su casa con otras. Pero desde los disparos, ya nada volvió a ser lo mismo. De repente, la mirada se fijó en los jóvenes vestidos de soldados, enrolados en un servicio militar obligatorio. O en los aviones del ejército sobrevolando el cielo. Y es que una vez hace acto de presencia, es imposible olvidar al “vecino del este”. Porque Finlandia comparte con Rusia una historia larga, y una frontera más larga aún: 1.340 kilómetros de incertidumbre. Una obsesión que atenaza incluso al país más feliz del mundo.