Opinión

Las lágrimas de los vencidos

La idea misma del país, la reputación de su lengua y su cultura, de sus valores democráticos y de su convivencia plural, todo ha quedado cubierto por el polvo amargo del resentimiento

Miembros del CDR Girona queman una foto de Pere Aragonès en una manifestación para conmemorar el 1-O.Glòria Sánchez (Europa Press)

Ay de los vencidos! Más aún si son ellos los responsables de su propia derrota. Porque quisieron resolver sus dificultades con la guerra, cuando podían haber elegido el camino de la paz. Y porque luego, una vez declarada, no supieron o pudieron ganarla. Y para añadir mayor ignominia a su desgracia, tampoco supieron luego reconocer la derrota y se empeñaron en prolongar durante años su agonía con el espejismo de un golpe de suerte que les diera una nueva oportunidad para la victoria.

Volveremos a hacerlo, vociferaban en público. Acorralados y divididos, seguían increpando a quienes no le...

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Ay de los vencidos! Más aún si son ellos los responsables de su propia derrota. Porque quisieron resolver sus dificultades con la guerra, cuando podían haber elegido el camino de la paz. Y porque luego, una vez declarada, no supieron o pudieron ganarla. Y para añadir mayor ignominia a su desgracia, tampoco supieron luego reconocer la derrota y se empeñaron en prolongar durante años su agonía con el espejismo de un golpe de suerte que les diera una nueva oportunidad para la victoria.

Volveremos a hacerlo, vociferaban en público. Acorralados y divididos, seguían increpando a quienes no les seguían y amenazando a quienes se oponían a sus propósitos alocados. Cada uno de sus pasos en falso (y casi todos sus pasos fueron en falso) lo atribuían al enemigo, a su malevolencia, a su perfidia, a su poder excesivo, como si fuera obligación del enemigo ceder amablemente al jaque en vez de evitarlo.

Nunca consideraron que fuera suya por entero la responsabilidad de la derrota y de la guerra que está en el origen de la derrota. Quisieron, como en la guerra, obtener la victoria en un juego que solo podía fabricar vencedores y vencidos. Su envite fue a todo o nada. Se creyeron victoriosos desde el primer día. Iban a ganar a quienes habían declarado su adversario en cualquier caso. Ya fuera por la obtención del sublime objetivo, largamente oculto y soñado, ya por una negociación con sustanciosas rentas de poder y el premio de una victoria política sin precio.

Ahora han llegado al cabo de la calle. Su jugada maestra siembra la discordia entre ellos mismos, después de haberla sembrado entre amigos y vecinos, familias y partidos, y desprestigiado a instituciones públicas y privadas. La idea misma del país, la reputación de su lengua y su cultura, de sus valores democráticos y de su convivencia plural, todo ha quedado cubierto por el polvo amargo del resentimiento.

Lloran. Hay que respetar estas lágrimas. En una guerra sin victoria de nadie, sin vencedores y solo vencidos, las lágrimas son de todos, siempre buenas, y no solo por el alivio de los sentimientos que se expresan libremente.

“La acción de los pueblos, como la de los individuos, está sometida a unas frías reglas, inexorables, que no se dejan doblegar ni por las causas más elevadas ni por los principios más generosos”, escribió Charles de Gaulle en 1938, antes de asumir las mayores responsabilidades políticas y militares de la Francia Libre, tras la derrota y ocupación hitlerianas. El fundador de la V República enumeraba así dichas reglas en su libro Francia y su ejército: “Incrementar la fuerza en la medida de los propósitos, no esperar del azar, de las fórmulas, lo que ha quedado olvidado y sin preparación, jugar bien las propias cartas y saber encontrar los instrumentos”. Son principios realistas, y pragmáticos, y según De Gaulle solo se entienden “a través de las lágrimas de los vencidos”.

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