Opinión

Un virus de rebajas

La dureza de las medidas no ha evitado ni el colapso de la atención primaria, ni la desazón del personal sanitario, ni el cansancio de profesionales a los que ya nadie puede pedir más y sí dejar de darles menos

Una avenida de Barcelona durante la primera noche del toque de queda estas Navidades.Albert Garcia (EL PAÍS)

La pandemia camina hacia la gripalización. Más rápido de lo que algunos científicos plantean, más lentamente de lo que la ciudadanía ansía. La Generalitat levanta hoy la mayoría de las restricciones que han convertido Cataluña en el fortín de la dureza sin que, en esta última ola, los resultados hayan correspondido al interés aplicado. Al contrario. El toque de queda, reconvertido eufemísticamente en confinamiento nocturno, no ha tenido efecto alguno en los contagios. En el momento que se tomó la medida, justo antes de Navidad, los mismos expertos constituidos en comité asesor oficial que habí...

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La pandemia camina hacia la gripalización. Más rápido de lo que algunos científicos plantean, más lentamente de lo que la ciudadanía ansía. La Generalitat levanta hoy la mayoría de las restricciones que han convertido Cataluña en el fortín de la dureza sin que, en esta última ola, los resultados hayan correspondido al interés aplicado. Al contrario. El toque de queda, reconvertido eufemísticamente en confinamiento nocturno, no ha tenido efecto alguno en los contagios. En el momento que se tomó la medida, justo antes de Navidad, los mismos expertos constituidos en comité asesor oficial que habían redactado su correspondiente documento a tenor de la amenaza de la variante Ómicron, se desmarcaron porque nada tenía que ver aquella prohibición con la enfermedad. Si se trataba del control del orden público para evitar botellones y neutralizar especialmente el riesgo de la noche de fin de año, ese era otro cantar. Melodía que, por cierto, se contradijo cinco días después con la permisividad de las Cabalgatas de Reyes alegando la mejor de las intenciones: que no se podía frustrar de nuevo la ilusión de niños y niñas. Conmovedor. Porque después se ha señalado a los más pequeños como los más contagiosos y así han quedado de diezmadas las escuelas y perjudicados los padres que, para cuidar de sus hijos, no han podido tramitar una baja laboral porque en estos casos no toca.

Quedaba así doblemente acreditado en menos de una semana que la razón era política, no científica, aunque avalada por la justicia. Fue entonces cuando algunos empezaron a entender que, de hecho, todas las decisiones tomadas desde el primer día de estos fatídicos dos años, lo han sido. Políticas y solo políticas. Necesariamente recomendadas por científicos, sí, basadas en datos concretos y proyecciones matemáticas que diseñaban posibles riesgos y empujaban a sus correspondientes prevenciones, también. Pero que la última palabra, la determinante y a quien compete tomarla, defenderla y asumirla es al gobierno de turno porque esta es su responsabilidad y conforma su obligación, no tiene objeción posible. Por mucho que, a veces, hayan disimulado a beneficio propio pensando que, ante la confusión, los posibles inconvenientes convertidos en críticas quedarían diluidos en esa falsa tierra de nadie.

O para dejar extraña constancia del desvelo de los ejecutivos respectivos por la salud de sus ciudadanos cuando la causa principal era proteger el sistema sanitario duramente castigado y evitar que quienes necesitaran de él por las mil y una afecciones habituales, recibieran la atención debida y el trato necesario.

Más discutible para algunos, Ayuntamiento de Barcelona por ejemplo, es que aquella decisión excepcional no fuera acompañada de la reapertura del ocio nocturno. Pero este es otro punto oscuro de la larga trama por la falta de diálogo de la administración que el sector arguyó, del riesgo que sanidad defendió, de la corrección que los propios empresarios se vieron obligados a hacer tras la permisividad del pasado otoño y del desmentido por la vía de los hechos de la correlación entre locales cerrados y desmadres callejeros. Lo que pasó en verano tampoco servía en otoño. No digamos en invierno.

La relatividad efectiva del resto de restricciones ha saltado a la vista. Y de ellas, la diariamente más evidente es la obligatoriedad de llevar mascarilla en espacios abiertos que va decayendo conforme las semanas van avanzando. Otra decisión discutible por falta de base científica pero que se entendió como una operación cosmética para influir en nuestra conducta social. Pero el gobierno español que fue quien lo ordenó nunca nos lo vendió así, con lo cual los negacionistas abstractos y los intolerantes concretos pudieron refunfuñar porque sin convicción no hay condición. Y si no la hubo entonces, menos ahora cuando los índices de contagio han superado todas las expectativas, se han instalado en el altiplano y siguen a la espera de un descenso que se espera en primavera. Mientras, autodiagnóstico, prudencia y paciencia.

Nada de esto pues, ha evitado ni el colapso de la atención primaria, ni la desazón del personal sanitario, ni el cansancio de unos profesionales a los que ya nadie puede pedir más y sí dejar de darles menos. Pero, por si fuera poco, en este capítulo se ha añadido el descontrol de las escuelas, el desconcierto de los maestros y el desasosiego de los padres ante los cuatro protocolos aplicados en solo dos semanas cuando se había insistido que todo estaría controlado.

Es parcialmente cierto que se desconocía el comportamiento de la variante. Las crónicas sudafricanas habían advertido. Hay rastros y testigos. Pero como si de una reacción de nuevo apartheid se tratara, se aisló al país informador y su voz languideció mientras nuestros gobiernos sobreactuaban. Con medidas antiguas y a costa nuestra. Y así, lo que al principio era aceptable, dos años después ha sido incomprensible. Y se cumplió el refrán: de tanto que te quiero…

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