Opinión

Joven, Mujer, Artista

No hay nada más presente que el cuerpo. Ni nada más falso que los elogios a cambio de participar en cuotas de edad, género, sexo, raza y clase que, lejos de hacer justicia, se acercan a un cúmulo de limosnas burocráticas

Je, tu, il, elle (1974), Chantal Akerman.

Eso soy, una joven mujer artista. O eso es lo que les gusta que sea a los gestores culturales, a los programadores de festivales, a los editores; y, sobre todo, eso es lo que les encanta que sea a los periodistas. Pero también soy alguien en la crisis de los 30, así que la etiqueta de “joven” ya empieza a constreñirme. Quizás no tanto como el machismo. Quizás no tanto como la precariedad laboral y la inestabilidad económica que vivo. Aunque, quizás, es la pérdida del divino tesoro —inevitable y, por ello, trágica—, ya inaplazable, ya inminente, la que constituye mi mal genio y mi intransigenci...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Eso soy, una joven mujer artista. O eso es lo que les gusta que sea a los gestores culturales, a los programadores de festivales, a los editores; y, sobre todo, eso es lo que les encanta que sea a los periodistas. Pero también soy alguien en la crisis de los 30, así que la etiqueta de “joven” ya empieza a constreñirme. Quizás no tanto como el machismo. Quizás no tanto como la precariedad laboral y la inestabilidad económica que vivo. Aunque, quizás, es la pérdida del divino tesoro —inevitable y, por ello, trágica—, ya inaplazable, ya inminente, la que constituye mi mal genio y mi intransigencia ante la clasificación de mi talento. Porque cualquier genio, por malo o por intransigente, o por sabio, al verse envejecer, sería capaz de renunciar a los privilegios del capitalismo y de la actualidad en defensa de su obra. Hay algo que nunca podrá atorgarte ni la crítica ni el público, tampoco ningún periodista: tu obra, tu nombre. Y es tu obra y tu nombre lo único que sobrevivirá a tu cuerpo, ya sea o no un cuerpo de mujer artista. Envejecer me distancia del presentismo y sus elogios. Envejecer me distancia de mi cuerpo. No hay nada más presente que el cuerpo. Ni nada más falso que los elogios a cambio de participar en cuotas de edad, género, sexo, raza y clase que, lejos de hacer justicia, se acercan a un cúmulo de limosnas burocráticas.

La juventud fue algo maravilloso hasta que mercadearon con ella y a las jovencitas guapas y listas nos hacinaron en circuitos emergentes, festivales off y reportajes infumables donde poco o nada importaba lo talentosas o lo mediocres que fuésemos. Algunas de ellas eran menos listas. Otras eran ricas y tontísimas sin ningún tipo de talento, pero con todo el dinero y el tiempo del mundo para malgastarlo dedicándose a hacer el ridículo. Muy pocas hacía mucho tiempo que nos sentíamos, por dentro, ya muy antiguas; y desafiando la condescendencia, impusimos el gesto siempre contemporáneo que supone la atemporalidad de nuestra obra. Y la defendimos contra la mediocridad artística, uno de los privilegios masculinos por excelencia.

Sin embargo, una misma, coqueta y vanidosa, se mira al espejo y el reflejo no le retorna su escritura, tampoco la belleza y los discursos de sus obras. Los espejos retornan el cuerpo. El espejo me retorna el cuerpo elogiado por amantes, también por el mercado. El espejo me retorna el reflejo de una mujer aparentemente aún joven, algo asqueada, algo cansada, algo, incluso, triste. Los amantes, rara vez lo perciben, rara vez me perciben. El mercado siempre obvia el asco, el cansancio y la tristeza. No venden a no ser que sean objeto del amarillismo que hace de las vivencias personales cualquerismo artístico, ya sea en un libro, en una película, en una canción, en una obra de teatro, en un artículo o en un post de una cuenta de Instagram con miles de followers. Siempre en nombre femenino, por supuesto. No me dáis pena, pijas y modernas de mierda. Porque a mí sólo me da pena mi mal genio, tan criticado, tan reprochable, tan incomprendido.

Eso soy, simplemente. Ese genio, ni femenino ni masculino. Pese a que el mal carácter, este sí, sea uno de los únicos privilegios masculinos que me interesan. Quizás porque me justifica, siendo vulnerable. Quizás porque me explica, siendo honesta. Quizás porque sólo el mal genio es capaz de defender mi verdadero y único tesoro: mi talento. Aún sin obra y sin nombre mi talento es infinito. Aún sin ser joven, mujer, artista, lo hubiera sido. Pero todavía me miro al espejo y mi reflejo me escupe aquella pregunta que un periodista le hizo a Chantal Akerman: “¿Por qué para ti es tan importante mostrar el día a día de una mujer?”. Y entonces tomo consciencia no ya de mi carne y mis huesos, tampoco de mi talento; sinó de mi ideología —tan inevitable y, por ello, tan trágica— sobre las cosas. La historia del arte, desde una perspectiva masculina, ha mostrado una imagen totalmente falsa de la mujer; e incluso cuando los hombres han intentado mostrar el día a día de una mujer han retratado una vida cotidiana idealizada. Algo así dijo Chantal Akerman culminando su respuesta con un “probablemente, yo hago lo mismo”.

Juana Dolores Romero Casanova es escritora y actriz

Archivado En