Opinión

El Kibutz, un recuerdo evanescente

‘Generación Kibbutz’ narra las experiencias de un grupo de catalanes en Israel, en los años finales sesenta y setenta

Captura del documental 'Generación Kibbutz' dirigido por Albert Abril.

Entre las varias tareas aparcadas para abordarlas durante el verano finalmente he tenido tiempo de ver con calma un vídeo que se llama Generación Kibbutz dirigido por Albert Abril y que narra las experiencias de todo un numeroso grupo de chicos y chicas catalanes en Israel, en los años finales sesenta y setenta. En pantalla aparecen entrevistadas muchas personas de las que hoy algunas son conocidas por su perfil profesional, periodistas, académicos, escritores, pero aparecen muchas otras más anónimas. La narración que hacen comparte varias cuestiones, basadas en una gran espontaneidad y...

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Entre las varias tareas aparcadas para abordarlas durante el verano finalmente he tenido tiempo de ver con calma un vídeo que se llama Generación Kibbutz dirigido por Albert Abril y que narra las experiencias de todo un numeroso grupo de chicos y chicas catalanes en Israel, en los años finales sesenta y setenta. En pantalla aparecen entrevistadas muchas personas de las que hoy algunas son conocidas por su perfil profesional, periodistas, académicos, escritores, pero aparecen muchas otras más anónimas. La narración que hacen comparte varias cuestiones, basadas en una gran espontaneidad y sinceridad, así como una afinidad generacional y vivencial. Aprovecho aquí la ocasión para aportar mis puntos de vista sobre el caso, que me afecta.

Junto con un amigo, y a punto de cumplir dieciocho años, aterrizo en Israel muy pocas semanas después de la guerra de Los Seis Días, de junio de 1967, que marca un antes y un después en la vida de los israelíes hasta el día de hoy. Mi motivación para el viaje, que comparto con lo que narran en el documental los entrevistados, tenía un plus de influencia familiar. Recuerdo que en los años cincuenta, mis padres refugiados en Andorra pudieron viajar hasta Alemania, y optaron por visitar el que fue Campo de exterminio de Dachau, del que queda abundante documentación filmada y fotografiada hoy accesible vía Youtube. Ambos, que se casaron en Andorra en abril de 1945, eran refugiados de la Guerra Civil y de la II Guerra Mundial, así como sus padres y madres (mis abuelos). Por tanto no puedo decir que crecí en un ambiente “despolitizado”, y en relación con ambos conflictos no puedo decir que necesito mucha legislación sobre memoria histórica. Es decir, en casa éramos proisrael, y proizquierda sionista, en resumen, prokibutz.

Fui en septiembre de 1967 al Kibbutz Dvir (como Jaume Barberá, que llegó en 1968), donde además de seguir el ciclo de trabajo y descanso colectivos, pudimos vivir la celebración de Año Nuevo judío. En aquel kibutz, religiosidad cero. Había sido fundado por jóvenes chilenos y argentinos, y un puñado de supervivientes judíos húngaros de la organización sionista marxista Hashomer Atzair. A la muerte de Stalin en 1953, algunos querían honrarle con un minuto de silencio, pero otros querían retirar algún retrato del dirigente colgado en alguna pared. Otros se consideraban trotskistas, y todos, marxistas de raíz. Todavía los niños vivían, dormían y jugaban juntos, eso de la vida familiar estaba muy racionado. Pero puedo dar fe de que, en sucesivos viajes que he hecho a la región, tanto a Israel como a los territorios palestinos ocupados, en otros kibutz que he visitado he visto cosas sorprendentes. La batalla por la vida familiar la ganaron… los abuelos, que exigieron cada vez más tener a los nietos con ellos a la salida de la escuela. Hubo que ceder, claro, quién puede contra una cofradía de abuelos enrabietados. En otro kibutz, Hanita, mítico en Israel por varias razones, había a mi llegada un ambiente un poco raro. Resultaba que un hombre y una mujer ya emparejados se habían “enrollado” como se dice ahora. Un follón, en el kibutz había poca intimidad… Pues la cosa llegó a que tuvieron que hacer una asamblea general (órgano máximo de gobierno del lugar) para ver qué se hacía con los culpables. Es decir, con los que se habían liado. Se escuchó a la parte agraviada, y al final se decidió ofrecer a los adúlteros o bien buscarles acomodo en otro kibutz, o que dejasen Hanita. Y punto.

Un poco más abajo, uno de los kibutz de referencia, era Lojamei Hagetaoth (los combatientes del Gheto), fundado por un puñado de judíos polacos supervivientes de la tragedia. Tienen un pequeño museo, como Hanita tiene el suyo sobre la etapa fundacional en los años treinta, con una foto del joven miliciano Moshe Dayan, todavía con sus dos ojos sanos). O bien el kibutz de Ein Gedi, en el Mar Muerto, que en 1967 era todavía un muy precario asentamiento desértico (hoy tienen hoteles con Spa y restaurantes), nos daban pastillas para la malaria cada mañana, pero con vistas y rutas a pie que no podré olvidar.

En aquellas semanas pudimos dar la vuelta al país en autostop, cosa que hoy solo hacen los soldados de permiso, y podías ir en autobús a Belén o a Hebrón, y a modo de controles militares, un solitario jeep aquí o allá. No había el Muro de la Vergüenza que hoy segrega a los palestinos. Aquel Israel ya no existe, ha ido cambiando de un modo que convierte aquella versión de los kibutz de aquellos días en un recuerdo cada vez más marginal.

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