De hecho diferencial a hecho colectivo
Desde hace días, en el Congreso de los Diputados no se habla de otra cosa que de Cataluña, y en el Parlament no parece haber más tema que la relación con España.
Vivimos una gran paradoja en la política catalana: en el momento histórico en que mayores son los esfuerzos de los independentistas por ahondar las distancias con España, más se están pareciendo los contenidos, los discursos y los tonos en el debate político de aquí y allá. El hecho diferencial catalán se ha convertido de pronto en el hecho colectivo español. Vaya de entrada una prueba indiscutible: Este miércoles, la segunda noticia del telediario de TVE del mediodía, tras la actualización de la pandemia, era la reunión de Junqueras y Puigdemont en Waterloo, cuatro años después de su separaci...
Vivimos una gran paradoja en la política catalana: en el momento histórico en que mayores son los esfuerzos de los independentistas por ahondar las distancias con España, más se están pareciendo los contenidos, los discursos y los tonos en el debate político de aquí y allá. El hecho diferencial catalán se ha convertido de pronto en el hecho colectivo español. Vaya de entrada una prueba indiscutible: Este miércoles, la segunda noticia del telediario de TVE del mediodía, tras la actualización de la pandemia, era la reunión de Junqueras y Puigdemont en Waterloo, cuatro años después de su separación física y su divorcio político; la crisis familiar del independentismo al alcance de todos los españoles.
Desde hace días, en el Congreso de los Diputados no se habla de otra cosa que de Cataluña, y en el Parlament no parece haber más tema que la relación con España. Pero esa asimilación va más allá, ha contaminado los estilos y ha desdibujado los escenarios. Veamos.
El president, Pere Aragonès, convocó este miércoles un debate sobre la judicialización de la política, un pretexto formal para defender la mesa de diálogo —frente a sus socios—, anunciar que buscará un acuerdo previo de los partidos independentistas —para calmar a sus socios—, y echar un poco de agua al vino de los indultos —un guiño a sus socios—. La respuesta de las tres derechas de obediencia española fue unísona: un ataque sin cuartel… a Pedro Sánchez. El Govern, los presos y ERC eran palancas en las que apoyarse para asestar mandobles al Gobierno; lo dicho, el Parlament como espejo del Congreso. Carlos Carrizosa (Ciudadanos) argumentaba así: “las ambiguas declaraciones del señor Illa, del señor Iceta, de la señora Calvo y del propio Sánchez no nos dejan tranquilos a los catalanes que vivimos bajo la opresión de los sucesivos gobiernos separatistas…” Alejandro Fernández (PP) de común más irónico que agresivo, se había contaminado de casadismo, ya saben, palabras gruesas lanzadas un poco al tun tún: “el único legado del sanchismo [es] subastar los derechos de millones de catalanes constitucionalistas para aguantar dos miserables años más en la Moncloa”. Ignacio Garriga (Vox) fue fiel a su tono más vocinglero, más insultante y más rancio que nadie, a medio camino de Charles Bronson y los sainetes de los hermanos Álvarez Quintero: auguró la prisión para todos los indepes.
Pero es que incluso el independentista premium Albert Batet (Junts) utilizó el debate para su política española, con un pressing a Aragonès para que no se le ocurra votar los presupuestos del Estado sin consultarles a ellos.
Un efecto colateral de esa asimilación de escenarios es el uso político-mediático de las lenguas, que alcanza hasta a Salvador Illa (PSC), que usó brevemente el castellano, tal vez para facilitar el trabajo a las televisiones españolas. No obstante, la pequeña polémica lingüística la causó el patinazo de Marta Vilalta (ERC) a cuenta del verbo enraonar —hablar razonando—, del que dijo: “un verbo que no existe con los mismos matices en castellano, por algo será”. La frase no debió de emocionar al president, que unos días atrás proclamaba algo tan antietnicista como “en Cataluña no hay colonos”.