Un gigante invisible llamado Alfred
Alfred Romagosa es hoy el jefe de sala del restaurante Fermí Puig después de servir a la reina de Inglaterra en el Ritz
Alfred Romagosa mide 1,90 metros, pesa 110 kilos, no para de caminar, viste de uniforme —chaqueta y pantalón negros, corbata y camisa—, y, sin embargo, procura pasar desapercibido porque es consciente de que su éxito depende de la discreción y la precisión, no de la exposición y menos de la intimidación, siempre servicial, hoy figura emblemática del restaurante Fermi Puig de Barcelona. No es casual que su amigo chef le llame Alfred, con acento en la A, como si supiera desde que le conoció que era un respetable ciudadano inglés que podría ser con el tiempo uno de los protagonistas de ...
Alfred Romagosa mide 1,90 metros, pesa 110 kilos, no para de caminar, viste de uniforme —chaqueta y pantalón negros, corbata y camisa—, y, sin embargo, procura pasar desapercibido porque es consciente de que su éxito depende de la discreción y la precisión, no de la exposición y menos de la intimidación, siempre servicial, hoy figura emblemática del restaurante Fermi Puig de Barcelona. No es casual que su amigo chef le llame Alfred, con acento en la A, como si supiera desde que le conoció que era un respetable ciudadano inglés que podría ser con el tiempo uno de los protagonistas de la serie británica de Netflix The Crown.
La reina tenía reservada la mesa 9 del Ritz. Acostumbraba a tomar un gin tonic en vaso corto con mucha ginebra, poca tónica y abundante hielo, un detalle importante para no ser confundido con un Dry Martini, y le encantaba el cordero con salsa de menta y gelatina de grosella que se servía en persona desde el plato sostenido por el segundo maître del hotel de Londres. Aquel privilegiado que preparaba el aperitivo y ofrecía la comida a la soberana era el mismo Alfred, agradecido por tener trato directo, sin asistente de por medio, buen conocedor de los modales exigidos por la corona del Reino Unido.
Había tanta tensión como excitación en cada encuentro porque la reina retiraba la confianza a su interlocutor y disponía de un intermediario cuando fallaba la comunicación, de manera que Alfred se jugó la plaza y el cargo cada viernes durante los dos años y medio que estuvo en el Ritz desde su llegada en 1996. Ya entonces tenía como meta Le Louis XV de Mónaco, sueño compartido con su compañera Cristina Cusí desde que partieron hacia Londres, cuando en 1999 recibió la llamada de Fermí Puig. La oferta era demasiado tentadora para un amante de la cocina de hotel: maître del Drolma, el restaurante del Majestic de Barcelona.
El enfado de Cristina fue tan notorio como la alegría de Fermí. Alfred montó un equipo “con cuatro de las mejores figuras y siete jóvenes de la Masia”, explicita para subrayar que su fórmula debería ser aplicable a la alineación del Barça. Algunas de las decisiones más célebres del mandato de Joan Laporta se tomaron en el imperial Drolma de Fermi y Alfred o Adolf, con acento en la A, como le apoda el expresidente y ahora candidato en las elecciones del Barcelona. Aunque los maîtres tienen nombre y apellidos como los chefs, las referencias a Alfred Romagosa suelen ir acompañadas de un tono que reconoce su currículo sin olvidar que nació en L’Arboç.
A veces las distinciones, y más si se trata de un sir, no se adjudican, incluso cuando se ha oficiado la carta del acto de presentación en sociedad de Camila junto con el príncipe Carlos, sino que se merecen y se llevan con una sonrisa de complicidad, pocas tan agradecidas como la del gigante invisible, por grande y por bueno, que no distingue entre señores y vasallos cuando atiende la mesa, ya sea real o del pueblo, reconocida o anónima, en Barcelona o en Londres. Nadie diría que cuando Alfred estaba al servicio de la realeza vivía en un estudio de 25 metros cuadrados de un barrio modesto a varias paradas del Ritz.
Ha estado en muchos sitios y tiene el mapa del mundo en la cabeza después de años de aprendizaje y oficio desde que con 16 años se apuntó a la escuela gastronómica de Vilanova. Tiene el itinerario grabado en la memoria (El Peixerot, L’Avi Pau, el Casino, Jean Luc Figueras, Hotel Arts, Can Fabes, Marriott de Londres), siempre con la intención de alternar la práctica con la teórica y la presión con la descompresión, un proceso artesanal que no acaba nunca y en cambio quema a menudo, muy sacrificado y también agradecido cuando se llega al lujoso Drolma (1999-2011) y se sirve a Michael Douglas y Catherine Zeta Jones.
Tiempos exigentes que agotan y provocan cambios de orientación como el que se dio dos años después con la inauguración del Restaurante Fermí Puig. “Montamos una fonda a nuestra medida, sin guía, destinada sobre todo a gente agradecida, popular y dispuesta para una comida de fiesta mayor”, resume Alfred ante Fermí, un genio con mal genio, como ocurre con los grandes chefs, en su caso siempre pedagogo y divertido. “Alfred impone una presencia tranquila, nunca se inquieta ni genera nerviosismo, es paciente y no pierde el control, domina el timing del servicio y tiene fundamentos de alta escuela”, remata solemne y contento Fermí.
La sala no se gobierna con la voz ni con el físico sino en silencio y con la mirada porque se trata de contentar al comensal sin que se dé cuenta y al mismo tiempo se sienta tan cómodo como si viajara en un Rolls-Royce. “La prioridad es que no se vean los errores cuando los hay, que suele ser a menudo, porque hay muchos pasos desde que el cliente llega hasta que se va”, argumenta Alfred. A veces hay que corregir a un camarero y en ocasiones conviene poner límites al consumidor —invitarle y buscarle otro restaurante si hace falta— sin que exista un manual de comportamiento. “Cada cliente es un mundo”, insiste Fermí.
Alfred funciona como un psicólogo que escruta a las personas y genera las mejores condiciones para que disfruten de la comida de Fermí. Al igual que ocurre con el periodismo, la clave consiste en encontrar el punto medio entre la proximidad y el distanciamiento o, si se quiere, acercarse tanto como se pueda a los hechos sin llegar a formar parte de ellos; unos sirven noticias y los otros comida a partir de la técnica, la vocación y la pasión por el oficio, tarea cada vez más compleja porque hay tendencia a romper la frontera entre la sala y la cocina, de manera que el maître se queda en tierra de nadie si no se hace valer como Alfred.
Hay que coordinar y sincronizar con serenidad y complicidad, sin invadir los espacios ni presionar a la gente, disponible y agradecido hasta ganarse el reconocimiento y las distinciones como la que ha recibido Alfred de la Acadèmia de Gastronomia de Catalunya: Premi Cap de Sala 2020. “Me ha hecho mucha ilusión, sobre todo por mi familia y también por los amigos”. La familia es esencialmente su hija Martina, su esposa Cristina, directora de restauración en la Escuela Superior de Hostelería de Barcelona (ESHOB), y su madre, la misma que cada domingo le reprocha desde niño que en la mesa sea “un patoso”, alejado de su venerable imagen de Sir Alfred.
Y es que al maître Alfred, cuyo ídolo siempre fue Juli Soler de El Bulli, le gusta comer con las manos y beber a gusto cuando se quita el uniforme y se pone una camiseta y las bermudas para disfrutar con sus amigos, aficionado a los castells y a les calçotades, también al ajedrez, seguidor del Barça y espectador de The Crown. “Es una serie creíble”, concluye sin revelar nada que no deba, consciente de las reglas de juego y del terreno que pisa, también de su origen y profesión, a veces Alfred, o incluso Adolf —con acento en la A—, y en ocasiones Alfred, con acento en la e, y, sin embargo, siempre la misma persona: Alfred Romagosa.